Los hay planos y cilíndricos, muy pequeños y grandes, cuadrados, rectangulares, redondos y de líneas orgánicas; con motivos florales y animales, diseños geométricos y figuras humanas. Entre los pueblos originarios de México, los sellos eran de uso común, aunque para los investigadores un misterio persiste sobre esos objetos: ¿en qué superficie se marcaban?

“Todavía no se sabe dónde se improntaban”, admite Laura del Carmen Mayagoitia Penagos, doctora en Bellas Artes. Todavía no se han descubierto superficies con estampados de esa naturaleza; sin embargo, los expertos suponen que se empleaban principalmente sobre la piel, como adorno corporal.

De acuerdo con la doctora Mayagoitia, autora de la introducción de la nueva edición facsimilar de “Sellos arqueológicos veracruzanos” —obra que originalmente vio la luz en 1959—, estas piezas se confeccionaban en barro, un material “muy dócil”, aunque “algunos investigadores dicen que también los hacían de madera o piedra”.

En México, añade, se han encontrado en diferentes regiones. Por ejemplo, en excavaciones realizadas desde la década de 1990 en Las Margaritas, Chiapas, se han descubierto dos centenares con iconografía relacionada con la serpiente de cascabel tropical y que en la actualidad están bajo resguardo del Instituto de Investigaciones Filológicas de la UNAM.

En el Museo Nacional de Antropología, en Ciudad de México, se exhiben sellos de diferentes procedencias, y en el Museo Regional de Guanajuato (Alhóndiga de Granaditas) se expone la colección donada en 1976 por el arqueólogo estadounidense Frederick Field, cuyas piezas recrean imágenes variadas, desde geometrías hasta figuras humanas, y tienen formas cilíndrica, plana, cóncava y convexa.

Algunos de ellos, añade Mayagoitia Penagos, muestran la imagen para su impresión en positivo, mientras que otros lo hacen en negativo. “Posiblemente hayan sido usados para pintar vasijas de barro fresco”, apunta la profesora del Sistema de Universidad Abierta y Educación a Distancia de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM.

Mayagoitia Penagos, maestra en Historia del Arte, es hija de Gaspar Mayagoitia Barragán, cuyo apellido da nombre a una colección de 114 sellos olmecas planos y cilíndricos descubiertos durante trabajos de reforzamiento de las vías del ferrocarril en Veracruz: estaban dentro de una vasija para agua hallada en el ingenio azucarero San Francisco el Naranjal, en la región de los Tuxtlas. “La vasija estaba ya muy deteriorada, pero los sellos estaban completos”, recuerda la doctora en Bellas Artes.

En 1959, Mayagoitia Barragán —quien años después se trasladaría a Mérida para trabajar como contador público en Cordemex— publicó el libro “Sellos arqueológicos veracruzanos” con las estampas de los diseños, que él había copiado con la técnica de “rubbing”: sobre la imagen se coloca un papel delgado y se le frota grafito para capturar en la hoja los detalles.

Posteriormente, Constantino Rábago (uno de los fundadores de la revista “Rarotonga”) reprodujo en dibujos cada figura estampada y con ellos se imprimió el libro, de solo 26 ejemplares, editado por Guillermo M. Echániz.

En una crítica de 1960 a la obra en la “Revista de Indias”, el doctor en Historia José Alcina Franch describió los sellos descubiertos en Veracruz como un conjunto “de una belleza y esplendidez extraordinaria, siendo algunas de sus piezas verdaderas obras maestras”.

Debido a lo reducido del tiraje de la edición y al tiempo transcurrido desde entonces, Mayagoitia Penagos pensó que “hay que volver a publicar”. La propuesta se concretó el año pasado con los mil ejemplares de la edición facsimilar del libro de 1959, que incluye asimismo una introducción de la doctora en Bellas Artes y la presentación por la historiadora Ann Cyphers, autoridad en estudios olmecas.

El proyecto editorial, subraya Mayagoitia Penagos, fue respaldado por la editorial Miguel Ángel Porrúa y Raúl Gerardo Paredes Guerrero, director de la Escuela Nacional de Estudios Superiores (ENES) Juriquilla, en Querétaro.

Travieso tlacuache

El centenar de sellos descubiertos en San Francisco el Naranjal plasma figuras de plantas, aves, tigres, ranas, culebras, simios, abejas e, incluso, signos calendáricos, indica la doctora Mayagoitia. “Algo interesante es la representación de edificios, como el juego de pelota, y del tlacuache, un animal que, como era travieso, bajaba al inframundo. Se tenía la idea de que el tlacuache se había robado el fuego y en la hoguera se quemó la cola, por eso se había quedado con la cola pelona”, señala.

Hay igualmente figuras humanas, como la de una mujer en cuclillas y a su lado un zopilote, ave relacionada con la muerte. “Esta representación seguramente es de una mujer muerta en el parto”, apunta.

Los tamaños de las piezas “son muy diversos, desde muy chiquitos, como para pintar una mejilla, hasta muy grandes, para pintar un brazo”.

Para la doctora Mayagoitia Penagos, en estas imágenes la intención de sus creadores era “contar qué estaba sucediendo en su vida cotidiana, que era también de rituales, fiestas, lo que veían a su alrededor”.

Como proyecto personal, Mayagoitia Penagos estampó a colores el diseño de los sellos, que agrupó a manera de códice, el Códice Mayagoitia. Los imprimió en papel amate de San Pablito Pahuatlán, Puebla, y, después de probar con agua y baba del chilacayote y del nopal, se decidió por este último como emulsión para el pigmento.

Para los colores usó cochinilla grana, tizne, cúrcuma, añil de Deguedó (poblado del Estado de México) y plantas. En cinco meses estuvieron listas las 65 láminas del códice, que extendido mide unos 15 metros.

Tanto el códice como una veintena de réplicas de los sellos en barro esgrafiado se exhibieron durante la conferencia “Sellos prehispánicos. Experiencia didáctica en el diseño, modelado y representación”, que la doctora Mayagoitia Penagos ofreció el miércoles pasado en la Casa Lol-Be (en la García Ginerés) del Centro Peninsular en Humanidades y Ciencias Sociales (Cephcis) de la UNAM.

Antes, el libro y la muestra se llevaron a la ENES de Juriquilla, el Campus Chicago de la UNAM, la sede de la organización Na Bolom en San Cristóbal de las Casas, Chiapas, y el Museo Local de Acámbaro, Guanajuato.

“Sellos arqueológicos veracruzanos” está a la venta en librerías en línea y la ENES Juriquilla.

Comunicadores a gran escala

Aunque la palabra náhuatl “olmeca” designa a grupos étnicos y lingüísticos de toda la planicie costera del Golfo de México, durante más de un siglo —desde principios del XX— los especialistas la han usado para referirse a la cultura que se desarrolló del año 1800 al 400 antes de Cristo y cuyos vestigios se concentran en el sur de esa zona.

El mayor número de sus asentamientos se encuentra en Tabasco y Veracruz, pero, como la doctora Rebecca González Lauck, del Centro INAH Tabasco, señala en información que comparte el INAH, se han hallado también esculturas olmecas en sitios de Morelos, Guerrero, Chiapas y la costa del Pacífico de Guatemala.

Uno de los aspectos distintivos de los olmecas es su escultura colosal, “una especie de comunicación visual ideológica a gran escala”, según la investigadora, que destaca asimismo la creación de asentamientos con arquitectura monumental planificada y la incorporación de centros ceremoniales a la urbe.

“El rico medio del trópico húmedo hizo posible que prosperara la agricultura, con hasta tres cosechas al año en algunos casos, lo mismo que la explotación de los abundantes recursos naturales acuáticos y de tierra firme”, explica. “Esto fue fundamental para soportar la creciente población permanente que formaba las diferentes sociedades”.

González Lauck afirma que no hay evidencia de que los olmecas tuviesen un sistema de escritura y asegura que, “lejos de ser una ‘cultura madre’, en el primer milenio antes de nuestra era los habitantes de la costa del Golfo tuvieron comunicación con múltiples regiones de la América Media”.