Soledad Hernández Sotomayor
“Shhhhh, es la hora de dormir niños. Ahora vamos a contar un cuento.” Así comenzaban los primeros viajes de mi vida, los que hacíamos mis hermanos y yo a través de la imaginación nutrida por las historias que nos contaban nuestros padres. En ese entonces no lo sabía, pero ya éramos afortunados.
Estas historias estaban repletas de encuentros fortuitos y fabulosos con lobos, viajes en avioneta por los llanos de Venezuela en los que se atraviesa una bandada de ibis escarlata, árboles de mimosas que cierran sus hojas cuando los tocas, aves tan altas y zancudas que no cabrían paradas por una puerta, peces tan grandes que requerían de uno o más caballos para ser sacados del agua, selvas infinitas con plantas de hojas más grandes que un paraguas y lianas que hacían las delicias para el juego de los niños y no tan niños.
Alimentada por estas historias, soñaba con volar y explorar; con la atrayente sensación de ingravidez grabada en la memoria onírica. Fue con trece años cuando probé lo que para mi fue el equivalente a volar: el buceo autónomo. Y se produjo en mi mente una explosión de posibilidades.
Habíamos planeado un viaje familiar a Puerto Morelos, Quintana Roo, en el corazón del Caribe mexicano. Hacía una década que no regresaba al lugar donde nací, ese pueblo de gente de mar, de aguas turquesas, de manglares laberínticos y arrecifes de coral. Esta barrera arrecifal, la segunda más larga del mundo, alberga cientos de especies. Desde los gigantes tiburones ballenas que navegan sus aguas en verano, pasando por praderas marinas de plantas con flores, hasta los diminutos pólipos de coral.
La biodiversidad del Sistema Arrecifal Mesoamericano, en un espacio relativamente pequeño (comparado con la vastedad del océano) es digna de admiración. No en vano los arrecifes de coral concentran aproximadamente el 20% de la biodiversidad marina, en menos del 1% de la superficie de los océanos; proveyendo excepcionales e invaluables servicios ecosistémicos.
Sin embargo, cuando nos paramos en la playa y vemos al mar, vemos un espejo azul de agua, más o menos imperturbable. Resulta difícil imaginar las maravillas que esconde bajo la superficie. Buceando, logramos tener otra perspectiva de ese mundo bizarro y submarino; sorprendentemente desconocido aún.
Cuando buceé por primera vez tuve dos pensamientos: “estoy volando” fue el primero, y “qué diferente se ve la vida desde aquí” fue el segundo. Bucear me ha permitido acercarme al océano desde otra perspectiva. Miles de horas de inmersión me dieron la oportunidad de presenciar momentos fascinantes. Observé estaciones de limpieza donde pequeños peces de la familia de los lábridos se dedican a limpiar de parásitos a animales mayores (sin temor a ser comidos por sus clientes), una tortuga carey cómicamente dormida en lo que ella seguro consideraba una “cueva segura” pero donde solo le cabía la cabeza de manera que todo el caparazón quedaba fuera del escondite, el espectáculo de cambio de colores que brindan los calamares de arrecife y los pulpos, o los meros de más de un metro que flotan a dos aguas sin ningún esfuerzo.
Otros espectáculos son más raros de ver, como por el ejemplo, ver nevar bajo el agua, y de abajo a arriba. Esto ocurre cuando se dan desoves masivos, como pasa en algunas especies de coral y peces, por mencionar algunos ejemplos. Especies solitarias o que no pueden moverse, se coordinan cada año al ritmo de las mareas vivas marcadas por la luna llena, y mágica y sincrónicamente, liberan paquetes de gametos (óvulos y espermatozoides) que asegurarán la continuidad de la especie además de alimentar a un centenar de otras especies con sus huevos ricos en grasas. Esos lípidos (las grasas) son clave para asegurar que los paquetes floten hasta la superficie, rompiéndose con la fuerza del oleaje (no olvidemos que estamos en plena marea viva marcada por la luna), y mezclándose entre si para comenzar el desarrollo de los futuros embriones. Estos huevos de peces y otras especies viajarán kilómetros arrastrados por las corrientes. Algunos serán el desayuno de tiburones ballena, mantas gigantes y demás animales filtradores. Otros tendrán éxito y asegurarán la continuidad de la especie.
Estas vivencias se mezclaron con las historias y los sueños de infancia, y terminaron moldeando, despacito sin hacer ruido, mi trayectoria personal y profesional. He tenido la fortuna de presenciar estos espectáculos y de ganarme la vida trabajando con las personas de las comunidades pesqueras, para que juntas y juntos moldeemos el futuro que queremos, sin temor a desafiar el status quo. Pero no es fortuito. Es una suma de pasión, inculcada desde la infancia a través de esas historias; preparación, tras años de estudio de grado y posgrado; de esfuerzo, invirtiendo semanas y meses en complementar mi formación universitaria; compromiso, por aprender (y desaprender), adaptarse, crecer y dejar crecer a los demás; y proactividad, para aprovechar las oportunidades que se presentan.
Este camino -no lineal-, finalmente me llevó hasta Comunidad y Biodiversidad AC (www.cobi.org.mx), donde trabajamos con las generaciones actuales y futuras de personas dedicadas a la pesca para que utilicen y compartan sus conocimientos, co-diseñen e implementen soluciones para comunidades resilientes y océanos saludables. Pero lograr la sostenibilidad de las pesquerías en el Sistema Arrecifal Mesoamericano es un reto complejo, y como tal, requiere un enfoque de colaboración y participación efectiva.
Este proyecto, apoyado por SAC-TUN a través de su Estrategia Ambiental, nos permite colaborar con mujeres y hombres en cinco comunidades pesqueras de Quintana Roo. Así, generan ciencia en sus comunidades mediante el monitoreo de las ya mencionadas agregaciones de desove de peces, así como las Zonas de Refugio pesquero (áreas donde la pesca está restringida total o parcialmente). Destacan los grupos mixtos como los de Punta Allen o María Elena (en la Reserva de la Biosfera de Sian Ka’an), donde el liderazgo es compartido entre mujeres y hombres, se rompen esquemas tradicionales de división sexual del trabajo (p. ej., mujeres realizando trabajo pesado y manipulando compresores de aire, u hombres realizando la facturación de gastos); y más importante, donde todas y todos tienen las mismas oportunidades de generar un cambio positivo en sus comunidades.
No todas las personas tienen la fortuna que yo tuve, comenzando por haber nacido en un contexto de privilegios. A veces no puedo evitar pensar qué diferente habría sido mi vida de haber nacido en otro lugar, con otra familia. A pesar de los titánicos esfuerzos por revertirlo, el contexto socioeconómico sigue siendo la variable que más influye en las oportunidades de desarrollo personal y profesional (en un contexto donde lo profesional se mide con base en criterios occidentalizados de lo que significa tener éxito, pero esa es otra conversación).
Por eso, decido abrazar las oportunidades que se me brindan, consciente de los privilegios con los que nací; y buscar la manera de generar esas oportunidades para las personas con las que trabajo. Para que más personas puedan hacerse buzas o buzos, o participar en monitoreos científicos, o impulsar los cambios que imaginan. Por que no sólo es importante recordar aquello que soñábamos en la infancia, sino que debemos buscar traducirlo en acciones, aunque sean pequeñas. Las decisiones que vamos tomando día a día, nos terminan definiendo.
Y tú, ¿qué soñabas en tu infancia?
Inés López Ercilla
(I.S.)