MÉRIDA.- Hace un mes exactamente, dos sacerdotes jesuitas y un guía de turistas fueron asesinados en la Sierra Tarahumara. El hecho puso en la mira a quienes ahí viven y también a quienes como ellos realizan trabajo misionero en ese lugar.  Cómo es vivir ahí y a qué se enfrentan.

Dos misioneros, quienes también han servido en Mérida,  narran su testimonio.  Hablan de espiritualidad profunda, costumbres entrañables, un idioma diferente y también  de miedo y violencia.

Sierra Tarahumara: ¿cómo es?

¿Cómo es vivir en la sierra? Lo primero que les viene a la cabeza es lo bonito. Pareciera que vivieron juntos, pues coinciden en muchos conceptos. Sin embargo no es así. Pertenecen a congregaciones con carismas distintos y  estuvieron en períodos y ciudades diferentes. Sin embargo, parece que el pueblo tarahumara maravilla de formas similares a quienes con él conviven.

El padre Bernardo Murcio Velasco

Vivir en la Sierra Tarahumara es todo una aventura. Hay lugares maravillosamente hermosos, pero más las personas. Ellos cuando no te conocen, aparentemente son como su paisaje, duros como piedra.  Pero,  si te ganas su confianza, su corazón es pura miel”, recuerda Bernardo Murcio Velasco, Siervo Jesuita de 82 años de edad y quien sirvió en Chihuahua  durante 10 años aproximadamente dividido en tres temporadas.

Para Manuel Franco Jaúregui, “Chiquilín”, Hermano Marista de 68 años de edad,  “la tarahumara es hermosa y es mágica. Ellos nos enseñan a vivir con pocas cosas, pero realmente tenemos todo lo necesario para ser felices, para trabajar y  para estudiar”.

¿De qué viven en la Sierra Tarahumara?

En la sierra  “a  veces falta alimento, luz eléctrica, agua potable. Muchos servicios que en una ciudad sí se tienen. Es muy difícil para ellos, porque de  febrero a junio padecen hambre y todavía hay lugares donde hay desnutrición”, explica “el hermano Chiquilín”, como lo llaman.

Subsisten sembrando maíz,  frijol y calabaza.  Salen a trabajar a la ciudad de Cuauhtémoc, a los campos de manzana. Algunos otros salen a las colonias de Sinaloa, a El fuerte, a  trabajar en los campos de jitomate. Tienen que salir para tener trabajo y alimento, lo cual divide a las familias. “Los niños se quedan solos y no aprovechan mucho la escuela;  porque faltan mucho y es un reto muy grande apoyarlos y decirles el valor que tiene la educación, ya que ellos creen que no lo necesitan y no lo  buscan”,  detalla el marista,  quien se encuentra en su segunda etapa en la Sierra, desde hace cuatro años. Antes,  estuvo de 1982 a 1987.

“Córima”: el compartir rige su vida

Luego de narrar la situación que enfrentan, la misma palabra vino a la cabeza de los religiosos, entrevistados en ocasiones distintas. “Hay gente muy sencilla, muy hospitalaria. Tienen una palabra muy bonita que se llama ‘córima’, que significa compartir.  Ellos ayudan y nos ayudan”, explicó Manuel Franco, quien en mayo pasado recibió un doctorado Honoris Causa de la Universidad Marista de Mérida.

“’Córima’ no es dar limosna,  es comparte conmigo. Y ellos me dieron  varios ejemplos maravillosos… Como ellos comparten, si se mueren  de hambre, se mueren de hambre todos.  Han habido muchos esfuerzos para ayudarlos en situaciones de extrema necesidad”, detalló el padre Bernardo, quien hoy día vive en Mérida, donde dirige los Ejercicios Espirituales de San Ignacio de Loyola en la Casa Páez.

Violencia en la Sierra Tarahumara

Miedo y violencia es algo que también hay en la Sierra.  Ambos tienen anécdotas en lo que ser “el padre Bernardo” o “el hermano Chiquilín” les salvó la vida.

“ Hay mucha violencia en muchos lugares. Son momentos muy tristes, porque la sierra está en manos de la delincuencia organizada y hacen muchas barbaridades”, narra el educador marista,  quien actualmente vive en Norogachi, comunidad del municipio de Guachochi, Chiahuahua.

La semana pasada cuando fue detenido el narcotraficante Rafael Caro Quintero, en la primeras versiones que se dieron de su captura se dijo que ocurrió en algún punto de Guachochi. Finalmente se confirmó que fue en la comunidad de San Simón, en Choix, Sinaloa, en la frontera con Chihuahua, en terreno serrano.

“¿Sintió miedo alguna vez?”, se les preguntó a ambos.  “Muchas veces”, coincidieron.

El integrante de la congregación fundada por San Marcelino Champagnat,  recuerda que han sido momentos difíciles cuando se tiene que identificar a  personas que han muerto por violencia. “Estando en Chinatú, a una madre de familia le llevaron la cabeza de su hijo en una hielera y fuimos a llevarle consuelo”. “Pues estoy contenta, decía ella, porque siquiera me trajeron una parte de su cuerpo y sé que  ya no vive”, recuerda.

Otro de sus recuerdos tristes ocurrió en una comunidad que se llama Agua Amarilla. “Me  encontré a unos muchachos ‘halcones’ (informantes de narcotraficantes) y estaban bien drogados. Me decían que qué llevaba. Pues llevo leche y galletas. Les contesté y  les compartí. Pero yo sentía que tenían odio y coraje y me empezaron a hablar mal. Uno que estaba más cuerdo les dice: ‘Tranquilos, tranquilos. Es el hermano Chiquilín, él está en Chinatú. Ya váyase hermano, ya váyase”.

“Estamos en manos de Dios”

“En un momento de euforia, de éxtasis por la droga nos pueden hacer algo, pero estamos en manos de Dios y estamos  contentos de estar aquí”, añade el marista, quien atiende un albergue para adolescentes y jóvenes indígenas rarámuris, a quienes se les da educación secundaria y preparatoria.

El jesuita, por su parte, vio su vida amenazada en Creel, cuando fue llamado para darle los santos óleos y confesar a “Minga”, la dueña de “El amor indio”, una casa de citas. “A medio río, atravesándolo, me sale un pelado, con un casco de botella.  ‘Ahora sí desgraciado, bájate. Hasta aquí llegaste’, con palabritas que no quiere decir aquí. Me iba a rajar la cara o a degollar. Y otra persona le dice: ‘Es el padre’. Estaba medio borracho y se dio la media vuelta. Fue un sustazo”.

“Ahorita uno de los principales retos es la violencia tan tremenda, la gente tiene miedo, mucho. Decir algo les cuesta la vida. Hay mucha corrupción. Hay mucha impunidad. Está bastante dominada por los traficantes de drogas y ellos son en realidad los que mandan. Como es el caso de ‘el Chueco‘, que prácticamente él ponía y quitaba autoridades y se hacía lo que él decía”, lamenta Bernardo Murcio, al referirse a José Noriel Portillo Gil, presunto responsable del asesinato de los sacerdotes jesuitas Javier Campos Morales y  Joaquín César Mora, así como del guía de turistas Pedro Eliodoro Palma, ocurridos el 20 de junio pasado. A un mes de los hechos aún no ha sido detenido.

Los jesuitas asesinados, sus amigos

A los jesuitas, Bernardo Murcio los conocía muy bien. Fueron sus compañeros de formación y luego sirvió con ellos en la Tarahumara. “Y cada año me iba con ellos de vacaciones y pasábamos unas vacaciones maravillosas por el ambiente de fraternidad, de alegría de libertad. Las eucaristías sumamente compartidas, vividas, sentidas, lloradas”.

A Javier Campos le apodaban “el Gallo”. “Porque cantaba como uno, quién sabe cómo le hacía”. “Un hombre bueno, bueno, bueno, con muchas cualidades. Muchos años fue mi superior en la Tarahumara. Con unos gestos de verdadero y auténtico superior,  de hermano, heroicos”, recuerda  Murcio Velasco, quien sirvió en Chihuahua unos 10 años, divididos en tres etapas. Actualmente vive en Mérida.

A Joaquín Mora lo recuerda siempre con los pobres. ”Verdaderos pastores. Me dolió hasta el alma su asesinato. Yo digo que son mártires. Son los que dan testimonio de Jesús y el evangelio con su vida y hasta con su sangre y ellos lo hicieron”.

El religioso marista también los conocía, desde hacía 40 años. “A raíz de la muerte de Joaquín y de ‘el Gallo’, quien era exalumno marista de Monterrey, hay mucho ejército, sobre todo la Marina y parece que están en serio”, relata.

“Veníamos de Norogachi rumbo a Creely había un retén en Samachique. Nos comentaron ellos mismos que están con el propósito de quedarse ahí, de detener a todos los cabecillas de la delincuencia organizada. Ojalá sea para bien de nuestra sierra”, añora Franco Jaúregui, quien fue director del CUM en Mérida de 1990 a 1996.

“Fue un golpe muy duro para toda la diócesis. Pero creo que la sangre de Joaquín y del padre Javier Campos va a ser una sangre que va a purificar nuestra sierra y que nos va a ayudar a que haya más justicia”, agrega.

Ser rarámuri con los rarámuris

El principal reto para un misionero en la sierra es  “poderse hacer rarámuri con los rarámuris, inculturarse, como le hizo Jesús de Nazareth, que se  encarnó en un pueblo, que aprendió todo, sus costumbres comidas y tradiciones y trató de entenderlos.  Para eso, un reto importantísimos es quererlos y tratarlos como personas humanas, no como animales, como cosas o mano de obra barata, como muchos en la sierra los han tratado”, dijo  el jesuita quien  en sus tres etapas desempeñó su ministerio como sacerdote en Creel, Guachochi y Carichí, en etapas diferentes.

En el mismo tenor opinó el marista. “Un reto para nosotros es valorar su cultura, respetarla. Ayudarles quizá en cosas de higiene que hace falta, compartir comida que también les hace falta, pero sobre todo a compartir la vida con ellos y aprender de ellos”.

Y es que estar en la tarahumara es convertirse en un rarámuri más. Así, el padre Bernardo dice emocionado: “Aprendí la lengua. Corrí con ellos. Bailé con ellos. Celebramos yúmaris”. En sus recuerdos hay anécdotas diversas. De días y días de caminata y hambre hasta que una mujer al llamado de “córima” compartió con él y su compañero la tortilla que tenía en el comal; de carreras de muchos kilómetros en compañía de  niños y pobladores, animados por la comunidad, y de lo mucho que le enseñaron.

Por su parte Manuel Franco compartió decenas de fotografías con la comunidad,  algunas también de un “yúmari”, una ceremonia de acción de gracias: “Es como su eucaristía”, explicó. Para él, los momentos más gratos son los fines de curso en los que ven concluir su etapa educativa a los jóvenes que van a sus albergues, en los que están contentos por concluir y a la vez tristes porque les gusta estar ahí. Ambos religiosos respondieron varias partes de la entrevista con frases en rarámuri, que luego fueron traduciendo. Es parte de lo que par ellos es normal..

Onorúame, Dios que es Padre y Madre

Y es que  “tienen un modo muy bonito de alabar a Dios, lo llaman Onorúame, un Dios que es Padre y Madre y no son como nosotros los mestizos  que estamos siempre pensando en el pecado,  en el mal. Para ellos hay Dios que es bueno, la naturaleza que es buena y si alguien se porta mal, la misma comunidad lo juzga.  Su espiritualidad es muy bonita, muy interesante. Lo más maravilloso para ellos es respetarse entre ellos, cuidarse entre ellos”, explica “el Chiquilín”.

Coincide el padre Bernardo. “Son extraordinariamente religiosos. Todo su centro efectivamente y afectivamente es Dios. Su espiritualidad  es muchísimo más profunda que la nuestra. Ellos viven, bailan, hacen fiestas, corren y siembran para agradar a Dios y por eso llevan una vida comunitaria maravillosa”.

Para Bernardo Murcio la Tarahumara  fue un regalo de Dios que lo “dejó sellado parta toda la vida y lleno de admiración para muchos compañeros rarámuris, jesuitas, laicos y religiosas, que han entregado su vida heroicamente ahí. Y también  un dolor muy profundo, porque están realmente atemorizados”.

Para Manuel Franco, la esperanza está en la educación. Los maristas promueven el bachillerato intercultural marista en Creel. “Estamos ilusionados  porque creemos que la educación formal es un camino de bendición, es un camino de esperanza. Y la vocación de educar es más sublime que la de gobernar el mundo”.

Jessica E. Ruiz Rubio es licenciada en Periodismo y maestra en Gestión de la Mercadotecnia. Comenzó su carrera periodística en 2004, año en que ingresó a Grupo Megamedia. Se especializa en análisis...