Página editorial de Diario de Yucatán

Quizás el caso de Alfred Dreyfus sea uno de los ejemplos más emblemáticos de las paradojas que puede entrañar la profesión del periodismo, de los aspectos más positivos y deleznables que conlleva su práctica según se ejerza de manera responsable o mercenaria.

Dreyfus fue un oficial judío del ejército francés acusado falsamente en 1894 de haber proporcionado información confidencial al agregado alemán militar en París.

En un contexto de polarización entre la extrema derecha y la izquierda radical, que podría asemejarse al que se vive en México estos días, la estructura del poder y una opinión pública de cargados tintes antisemitas iniciaron una feroz campaña de desprestigio contra Dreyfus a pesar de la sólida evidencia que apuntaba hacia el mayor Walsin Esterhazy, el verdadero infidente.

Dreyfus fue sentenciado a cadena perpetua y desterrado a la isla del Diablo en la Guayana Francesa. Sin embargo, su familia y amigos no cesaron en sus empeños por demostrar su inocencia. La indignación cobró tal fuerza en un sector de la sociedad francesa que incluso el escritor naturalista Émile Zola se involucró en este asunto para remediar esa injusticia.

Con la publicación de “¡Yo acuso!”, una valiente carta abierta dirigida al presidente de la República francesa Félix Faure, aparecida en el periódico “L’Aurore” en 1898, Zola denunció sin ambages el cúmulo de mentiras sobre el que se había construido el desprestigio de Dreyfus.

Ese mismo año, el traidor Esterhazy fue llevado ante un consejo de guerra y absuelto por unanimidad.

Zola, reprimido y exiliado en Londres, murió en circunstancias extrañas en 1902. Pero su acción hizo patente la farsa del juicio contra Dreyfus y modificó la percepción general respecto al caso.

En 1906, Dreyfus fue finalmente indultado y su fama rehabilitada. Los mismos periodistas que se habían ensañado con él, ahora lo consideraban un mártir y enarbolaban su causa como un símbolo de la defensa de la verdad.

En el panorama de la realidad mexicana actual, nadie en su sano juicio podría negar que el periodismo profesional, independiente, serio, presta un gran servicio a la sociedad. Puede equivocarse, pero también debe tener la capacidad de rectificar, como ocurrió con Dreyfus.

La libertad de prensa y el derecho a la información constituyen grandes conquistas históricas consagradas en forma de garantías individuales en la Constitución de 1917.

Una prensa responsable se toma el trabajo de corroborar sus fuentes antes de difundir las noticias y, sobre todo, la forma de interpretar esas noticias. Contribuye a mantener a la ciudadanía bien informada. Fomenta en ella una visión crítica para no conformarse con la papilla predigerida de los datos y estadísticas de otros medios menos competentes. Actúa de contrapeso frente a las autoridades de los tres órdenes, cuestiona versiones de hechos que obedecen más a intereses políticos o fácticos que a la veracidad.

Tiende puentes con asociaciones civiles, protege a grupos vulnerables; al ofrecer distintas y, en ocasiones, contrastadas perspectivas, promueve los valores de la pluralidad y la tolerancia.

Se esfuerza asimismo en escuchar a académicos y especialistas. Y si bien es cierto que en las circunstancias presentes no resuelve la inseguridad ni la impunidad, al menos alza su voz y las señala.

Por desgracia, también existe la cara opuesta: la prensa esbirra, corrupta, la de la nota pagada y mendaz. Sin ir más lejos, yo mismo experimenté recientemente un momento Dreyfus al ser víctima de difamaciones orquestadas.

Los embustes de un individuo —a través de comunicadores malintencionados y sin conocimiento de lo que hablaban— respecto a mi desempeño como director del Centro Peninsular en Humanidades y Ciencias Sociales (Cephcis) de la UNAM en Mérida eran tan irrisorios que, aparte de los chismorreos, no trascendieron.

Habitante de los bajos fondos parasitarios de la Aapaunam, exdiputado suplente de Morena, el propalador de los infundios periodísticos aseguraba ser el legítimo portavoz de la comunidad científica para conseguir el cargo que yo concluía y que él pretendía sin mérito alguno y a costa de mi honor.

Una anécdota trivial que, sin embargo, ilustra esa cualidad bifronte de la prensa. Su rostro de Jano. Conviene mirarlo cuando asume genuinamente el compromiso de informar a la gente. En cambio, hay que alejarse si se da la vuelta y ofrece su sonrisa más siniestra.— Mérida, Yucatán.

Exdirector del Centro Peninsular en Humanidades y Ciencias Sociales (CEPHCIS) de la UNAM en Mérida

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