Rodrigo Llanes Salazar (*)

“Ya estamos viendo los efectos del cambio climático”, escribió este mes el premio Nobel de Economía Paul Krugman a propósito de un reportaje de “The New York Times” sobre la desecación del Gran Lago Salado, en el norte de Utah, el cual ya ha perdido dos tercios de su superficie.

Con esta frase, Krugman busca contrarrestar la “inacción medioambiental”, la cual, según explica el Nobel, obedece a cuatro razones. Una de ellas es que, para muchas personas, el cambio climático parece una amenaza lejana en el futuro. La segunda es que “todavía no es visible a simple vista, al menos para quienes no lo quieren ver”.

Una tercera razón es el temor a las pérdidas económicas que implicarían acciones contundentes contra el cambio climático, como mayores impuestos a los combustibles fósiles o las restricciones a la industria y consumo de carne. Finalmente, la dificultad de actuar en contra del cambio climático también responde a que este fenómeno “es un problema global, que requiere una acción global”. ¿Para qué actuar si el problema no se ve claramente en el presente, representa pérdidas económicas y, además, seguramente otros países como China no harán su parte?

Para Krugman, “ninguna de estas explicaciones de la inacción medioambiental se aplica a la muerte del Gran Lago Salado”, ya que la pérdida de superficie de dicho cuerpo de agua es claramente visible, lo cual puede tener afectaciones a la industria turística en Utah y se trata de un problema local. “Si no podemos salvar el Gran Lago Salado —se plantea Krugman—, ¿qué posibilidades tenemos de salvar el planeta?”

Salvar el planeta, o salvar el mundo, parece un objetivo de historia de superhéroes de Marvel, y, ciertamente, algunas de las propuestas más notables que hemos escuchado en los últimos años parecen salidas de películas de superhéroes o de ciencia ficción: convertirnos en una “especie multiplanetaria” y habitar Marte y otros planetas (Elon Musk), vivir en colonias que orbitan alrededor de la Tierra (Jeff Bezos), o, recluirnos en el Metaverso (Mark Zuckerberg).

Este tipo de propuestas son revisadas y cuestionadas en el reciente libro “Contra el futuro. Resistencia ciudadana frente al feudalismo climático”, de la periodista española Marta Peirano (Debate, 2022), quien ha sido reconocida por su aguda crítica a lo que ha sido llamado “capitalismo de vigilancia”, “capitalismo de datos” y/o “economía de la atención” (las personas interesadas en el tema, lean su sugerente libro “El enemigo conoce el sistema”, Debate, 2019).

Peirano considera que propuestas como las de los multimillonarios Musk, Bezos y Zuckerberg responden a un “arquetipo”, esto es, a una forma arcaica del conocimiento humano que contiene una idea fundacional a partir de las cuales damos sentido al mundo. El arquetipo en cuestión es el de “un desastre medioambiental y una tecnología que nos salva”. Tal es el caso de la historia del arca de Noé, pero también de los relatos mesopotámicos que se remontan alrededor del año 3,000 a.C. Dicho en otras palabras, gracias a este arquetipo pensamos y sentimos que una tecnología —una nueva arca— podrá salvarnos de la catástrofe ambiental.

Para Peirano, Musk y Bezos pueden ubicarse en el “paradigma Von Braun de la exploración espacial y de la ciencia”, llamado así a propósito del controvertido ingeniero aeroespacial alemán que diseñó el cohete V-2. La idea central de este paradigma es que la ciencia y la exploración del espacio “no tiene[n] límites ni moral porque es (son) una herramienta de conquista de la especie humana sobre todo lo demás. Es una visión extractiva y abiertamente capitalista del proyecto”.

Pero, desde luego, no es el único modelo de ciencia posible. Peirano destaca el “paradigma Carl Sagan”, una visión basada en la idea de que “la observación y el análisis colectivos de los fenómenos del universo a través de instrumentos cada vez más precisos son más valiosos para la ciencia que la conquista y transformación de nuevos espacios a golpe de ingeniería imperial”.

Reconocer la diferencia entre estos dos paradigmas de la ciencia es importante porque, para Peirano, la solución a la crisis climática no está en la colonización del espacio exterior o del metaverso, sino en la observación y análisis colectivo de los fenómenos que nos rodean.

Con respecto a las fantasías de Musk de que las naves de SpaceX amartizarán en 2026 y que en 2050 ya habrá enviado un millón de personas a Marte, Peirano nos recuerda que el propio Musk ha reconocido que “es verdad que al principio morirá mucha gente. Te puedes morir, va a ser muy incómodo y probablemente la comida sea mala”.

Pero, además de ello, Peirano también nos recuerda que, a diferencia de la película de “El marciano” con Matt Damon, difícilmente se podrán plantar papas fertilizando el suelo con excrementos humanos “porque el suelo de Marte está hecho de sales de ácido perclórico que matan cualquier cosa en menos de treinta segundos. Lo que de momento no nos preocupa, porque antes habría muerto de cuatro tipos de cáncer”.

Por otra parte, a Peirano, las “burbujas espaciales” de Bezos le parecen “una proyección del odio de clase”: “los castillos burbuja de Jeff Bezos son una variante extrema de los espacios que ya ocupan, espacios artificiales donde reproducir las condiciones de la naturaleza terrestre, a costa de consumirlas en otra parte y al triple de velocidad”. Los ejemplos más extremos de estos espacios son las “ciudades faraónicas completamente disociadas del entorno, como Dubái, Singapur o Nursultán”.

Para Peirano, en lugar de pensar en colonias en Marte y en Dubáis flotantes, “necesitamos aprender a habitar el mundo de forma más abierta, cooperativa y humilde. Aprender a escuchar”. No es fácil, y en el ensayo de Peirano encontramos de nuevo la preocupación expresada por Krugman: la inacción ambiental.

Al respecto, Peirano retoma el trabajo de George Marshall sobre por qué nuestros cerebros están programados para ignorar el cambio climático: este problema “es demasiado amorfo”, poco concreto; luchar contra él “requiere asumir costes y sacrificios” y “no está en nuestra naturaleza hacer esa clase de sacrificios”; y, tercero, “los detalles del cambio climático nos parecen inciertos y rebatibles”.

En cambio, “para movilizar a la gente, ha de ser algo emocional, debe tener inmediatez y prominencia. Una amenaza lejana, abstracta y discutible no posee las características necesarias para movilizar a la opinión pública”.

Otro obstáculo detectado por Peirano es la idea de “huella de carbono” —nuestra contribución personal a la crisis climática, por ejemplo, cuando consumimos bolsas o botellas de plástico o usamos pañales desechables—, la cual fue un invento de British Petroleum (BP), la segunda petrolera no estatal más grande del mundo. Para Peirano, la idea de huella de carbono desvía la atención de las grandes empresas petroleras y la concentra en ti. Y, además, te vuelve culpable y hace sentir vergüenza, ya que, “si comes, bebes, caminas y respiras, entonces eres tan culpable como BP”.

Peirano también cuestiona el entusiasmo en torno a otras tecnologías, como las de captura, extracción y secuestro de carbono —que aún son muy caras. Además, tecnologías como las de “captura directa” de dióxido de carbono, como las que contrató la banda inglesa Coldplay en su última gira, no detienen ni revierten la acidificación de los océanos. Por ello, Peirano escribe: “soñamos con ser rescatados por ingenieros que contaminan más de lo que limpian, que cuestan más de lo que ahorran, que no están a la altura del problema y que no han funcionado nunca, pero nos escandalizan los antivacunas por su fanatismo e irracionalidad”.

Tampoco resultan suficiente las campañas de reforestación. O, más bien, no cualquier tipo de reforestación. “Los árboles y las fechas tienen que estar bien elegidos, pero los incentivos también”, escribe Peirano a propósito del programa “Sembrando Vida” del gobierno federal mexicano. Este programa, afirma Peirano, “acabó dañando más territorio que el que salvó. Aparentemente, los agricultores clareaban el bosque para poder plantar los árboles por los que recibían el subsidio.

El sistema de monitoreo satelital Global Forest Watch indica que en 2019 se perdieron 72.830 hectáreas de cobertura forestal”. Del mismo modo, la reforestación con árboles que no son adecuados al entorno también suelen resultar en fracaso. No obstante, “plantar árboles es la herramienta perfecta de greenwashing. Es menos arriesgado políticamente que devolver tierras” a pueblos indígenas.

Además, las “tecnologías naturales de captura de CO2”, como las selvas tropicales, se han visto severamente amenazadas por la deforestación para la siembra de monocultivos como la soya. “La soja no solo se traga la selva a velocidades nunca vistas, desplazando a las poblaciones indígenas con un monocultivo que aniquila su biodiversidad. También requiere grandes cantidades de energía e infraestructura para su transporte y explotación, convirtiéndola en una de las grandes fuentes de Co2”. Todo esto principalmente para la producción de carne, una de las industrias más contaminantes del planeta.

¿Qué se puede hacer al respecto? Volveré sobre esta cuestión en la siguiente entrega.— Mérida, Yucatán.

rodrigo.llanes.s@gmail.com

Investigador del Cephcis-UNAM

 

 

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