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Denise Dresser

Denise Dresser (*)

Un ministro de la Suprema Corte que renuncia porque se le antojó un trabajo mejor, luego se incorpora al equipo de una candidata presidencial y, acto seguido, ataca a su opositora.

En cualquier democracia funcional, sería un escándalo mayúsculo y motivo de condena unánime. Sería una conducta impermisible, como si Clarence Thomas se sumara mañana a la campaña de Donald Trump. Pero aquí, incorporarse a la “transformación” significa violar toda regla, sobrepasar todo límite, porque el fin justifica los medios, y la epopeya mata la ética.

Ningún demócrata podría defender lo que claramente es un acto de oportunismo político que mancha al hombre y daña a la Corte. Arturo Zaldívar pasó de progresista a palero, de ministro a matraquero, de defensor de la Constitución a megáfono de quienes buscan arrollarla.

Con su chapulineo, Zaldívar traiciona su propia trayectoria y los principios con los cuales alguna vez se le asoció. Criticó a sus correligionarios durante el calderonismo por estar demasiado cerca del Presidente, y ahora él se encaramó sobre la posible presidenta. Se convirtió en artífice de lo que criticaba en la Corte, al volverse un hombre del Presidente.

Atrás quedaron los tiempos cuando hablaba de la autonomía, de los contrapesos, de la contención constitucional que el Máximo Tribunal debe ejercer. A Zaldívar —lamentablemente— le ha ganado la ambición personal y el deseo de destruir al Poder Judicial, en lugar de defenderlo ante los embates que vendrán. Prefirió TikTok a la toga, el tono pendenciero a la templanza, el protagonismo al constitucionalismo.

La valentía del pasado sucumbió ante la sumisión del presente. Lejos quedaron sus posturas progresistas ante la Guardería ABC y la violación del debido proceso a Florence Cassez. Atrás quedó el paladín progresista cuya amistad atesoré.

Ante Calderón, Zaldívar creció. Ante AMLO, se hincó. Y se prestó a actos que lo fueron empujando a pervertir su investidura.

Junto con Julio Scherer, operó para remover a Janine Otálora de la presidencia del Tribunal Electoral del Poder Judicial, porque se negó a anular la elección en Puebla, cuando ganó la oposición ahí. Reescribió la pregunta a AMLO para que la consulta sobre enjuiciar a expresidentes no fuera inconstitucional. Pospuso la votación de temas incómodos para el Presidente, como el traspaso de la Guardia Nacional a la Sedena. Avaló la extensión de su mandato como presidente de la SCJN —propuesta por AMLO— y sólo rechazó públicamente esa moción cuando vio que no contaba con los votos suficientes.

Participó —según la crónica de John Gibler/Quinto Elemento Lab— en una reunión donde el gobierno acordó dinamitar la investigación sobre Ayotzinapa, y proteger al Ejército. Presumió una reforma judicial sin paralelo, de la cual ahora AMLO ni se acuerda, y acabó sumándose a un proyecto político que no quiere “reformar” al Poder Judicial, sino capturarlo.

Hoy Zaldívar es un político más, de esos que el Presidente ha tildado de “ambiciosos vulgares”, con un nombre ensombrecido, y una fama fatídica en su gremio. Alguien cuya valentía frente al pasado quedó enterrada por la sumisión del presente. Alguien convencido de que está “haciendo historia” al prestarse a la cruzada política contra la Corte. Un traidor a sí mismo que no busca mejorar la justicia, sino asegurar su subordinación al partido-gobierno.

Stephen Breyer escribe en “La autoridad de la Corte y el peligro de la política” que la función de la Corte es decirles a los gobiernos —con base en la Constitución— lo que pueden y no pueden hacer.

La tarea de la Corte es “ofrecer protección a los ciudadanos contra acciones del gobierno que son arbitrarias, caprichosas, autocráticas o tiránicas”. Las cortes realmente transformadoras son las que establecen límites al abuso de poder, del Ejecutivo o el Legislativo. Eso no puede ocurrir si los ministros abandonan sus cargos para alinearse con un Presidente, o validan sus excesos, o le son leales a una persona por encima de la ley.

Zaldívar será juzgado por la complicidad que estableció con una camarilla política que no busca “democratizar” a la Corte, sino acabar con ella. Esa será la única medida del hombre y su legado. Y ojalá cada vez que alguien se cruce con él en la calle o de compras en Nueva York, lo confronte con la pregunta hecha al infame Joe McCarthy: “¿No tiene ningún sentido de la decencia?”.— Ciudad de México.

Periodista

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