Tuve la fortuna de poder participar hace unos días en diálogos con colegas de diversas regiones del mundo sobre el esfuerzo que se hace para promover la sustentabilidad de productos alimentarios a nivel global bajo el proyecto TEEB Agrifood, que es financiado por el Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente. En dicho encuentro tuvimos oportunidad de encontrar estudiosos de este tema de Brasil, Tailandia, China, India, Malasia y México con diferentes experiencias, pero con la misma preocupación en los productos que ingerimos.

Un punto que quiero comentar ahora de ese encuentro es el que corresponde a los productos orgánicos, conocidos ampliamente en todos los países y regiones y con una relevancia mayor a partir de la reducción en el uso de insumos que puedan afectar los suelos y recursos hídricos de la tierra. Si bien comenzaron siendo productos de pequeña escala con una mística muy particular, hoy son productos en los que participan grandes y pequeños productores con intereses de todo tipo, incluso netamente comerciales sin que importen mucho los efectos ambientales, que afortunadamente existen independientemente de su forma de actuar.

Así, una de las reflexiones que se hacían en esa mesa de trabajo era sobre por qué es más caro un producto orgánico sobre uno convencional, que en el sistema de costeo se imputa directamente a la mayor cantidad de trabajo que se requiere para una producción de este tipo. Sin embargo, surgió la inquietud sobre cuál sería el costo de los alimentos convencionales (los no orgánicos) si se imputaran todas las externalidades negativas que generan, es decir, si se costearan todos los efectos negativos que genera una producción que contamina los suelos, los mantos acuíferos y genera problemas sociales y de salud a muchas personas.

Si bien no hay una respuesta clara a cuánto representa proporcionalmente estas afectaciones secundarias a la sociedad desde un punto de vista ambiental y social, sí es claro que nos permitiría comparar a los productos alimentarios orgánicos y no orgánicos de una manera más justa. Y si vamos más allá, si estas externalidades se pudieran imputar como impuestos, generarían incentivos positivos para que los productores buscaran hacer una transición hacia esta forma de producción que lucha por el equilibrio ambiental, social y económico y no solo prioriza este último.

Si bien esta idea suena descabellada, valdría la pena formalizarla con mayores estudios y análisis para poder tener elementos objetivos para la toma de decisiones. Así que tenemos los académicos y estudiosos del tema trabajo que hacer para la evaluación económica de los servicios ambientales y sociales, pero también para lograr una comunicación efectiva con los tomadores de decisiones sobre este tema. Es por el bien de todos y por la sobrevivencia humana por lo que deberíamos tomarlo muy en serio.— Mérida

Profesor investigador del departamento de Contabilidad y Finanzas del Tecnológico de Monterrey.

Noticias de Mérida, Yucatán, México y el Mundo, además de análisis y artículos editoriales, publicados en la edición impresa de Diario de Yucatán