Si no creemos en la libertad de expresión de las personas que despreciamos, no creemos en ella en absoluto —Noam Chomsky

Siendo una joven recién casada en Canadá, en los años ochenta, una mañana buscaba algo que ver en la televisión y encontré un canal que transmitía sesiones del parlamento canadiense desde Ottawa.

No hubiera sido algo en lo que me hubiera detenido, a no ser por algo que llamó mi atención: Brian Mulroney, el entonces primer ministro de ese país, leía un discurso ante los presentes que inmediatamente fue abucheado por los que representaban al partido de la oposición.

Recuerdo que me asustó ese comportamiento entre políticos y me quedé observando la escena que a mi veinteañero cerebro le parecía no solo extraña, sino peligrosa.

Siendo hija de un servidor público, desde niña me habían formado para ser sumamente cauta con mis opiniones en público acerca de a quién se criticaba, a quién no y, sobre todo, en dónde.

Yo venía de un país donde solo una década antes el comediante Manuel “Loco” Valdez fue seriamente amonestado —algunos dicen que hasta multado— por la Secretaría de Gobernación, debido a un chiste que dijo en su programa de televisión acerca del presidente Juárez en el mismo ‘año oficial’ que celebraba al presidente oaxaqueño:

—¿Quién fue el presidente bombero?

Pues “Bomberito Juárez”.

—¿Y quién lo ayudaba?

Su esposa “Manguerita Maza de Juárez”.

Recuerdo haber visto con mi familia ese programa y cómo celebramos con risas el ingenio del “Loco” Valdez y también recuerdo días después, la noticia de su castigo.

Y así, periodistas en la TV o prensa que desaparecían de la noche a la mañana por haber dado noticias de una manera que no agradaba al presidente en turno.

Crecí en los sesenta y setenta donde quien opinaba contrario al poder se atenía a las consecuencias. Por eso me quedé perpleja viendo el comportamiento de los parlamentarios canadienses.

Esa noche mi marido me explicó que eso que yo percibí como flagrante grosería y desacato a la autoridad, eran personas haciendo uso de su libertad de expresión.

Ver a alguien contradecir públicamente a la máxima autoridad y no temer por su vida o trabajo fue tan impactante como lo hubiera sido ver a alguien levitar.

Y me cambió para siempre.

No quiero decir que las cosas en nuestro país no hayan cambiado para mejorar, ya en el Congreso se dan escenas como las que presencié hace años en otro país, pero no se trata solamente de crear espectáculos para la televisión. Seguimos siendo una sociedad que amordaza, penaliza e incluso condena al ostracismo a quien difiere de lo que la mayoría piensa.

Sin ser socióloga ni educadora, me parece que esta falta de valor al hablar tienes sus raíces —como muchos de nuestros problemas— en el hogar y en el sistema educativo mexicano.

Aunque los hay, pocas veces encontramos al maestro o padre de familia que no solo tolera, sino que anima a sus alumnos o hijos a cuestionar, comentar y discutir.

En cambio, una oportunidad de discusión se apaga tajantemente con un “aquí mando yo” o “ya lo expliqué, presta más atención”.

En las aulas muchas veces los compañeros fastidiosos y fastidiados burlan al que pregunta, coreando un “buuuhh” en conjunto ante la indiferencia de alguna maestra. Crecemos aprendiendo que no se premia el cuestionamiento y no solo optamos por callar sino que estúpidamente creemos que así nos vemos más “bonitos”.

Nuestro entorno —¿será casualidad?— forma individuos para simplemente asentir, sin hablar, sin cuestionar, sin hacer olas. Ejercicios de expresión oral, ensayos escritos, lectura, prácticas para poder hablar en público, que son comunes a partir de párvulos en los países del norte, aquí son inexistentes.

Urge un cambio, pero ¿cómo comenzar?

Iniciemos siendo ejemplo de comunicación valiente, hablando con la verdad, con congruencia, expresando oportunamente criterios en voz alta, inspirando y enseñando a otros a hacerlo. Alentar a la gente a nuestro alrededor a expresar opiniones y promover discusiones estimulantes, con ideas que no siempre apoyen lo que nosotros creemos.

La responsabilidad de lograr este cambio recae en cada uno de nosotros, si realmente anhelamos vivir en una sociedad y un país libre.— Mérida, Yucatán.

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