Armando Fuentes Aguirre Catón De política y cosas peores

En incontables ocasiones —la verdad es que todas las ocasiones son contables, menos las que no se pueden contar— he declarado el amor que siento por la Muy Noble y Leal Ciudad de Monterrey. De ella he recibido pan para mi mesa y afectos para mi corazón, si me es permitida esa expresión sentimental que espero no suene a sensiblera.

Guardo ahí recuerdos para recordarlos cuando me llegue la vejez, que no tarda en llegarme, pues tengo ya 85 años. En la capital regia —regia capital— disfruto placeres de comida y bebida que me aproximan peligrosamente al delicioso pecado de la gula, último culpa carnal que podemos cometer.

A tres sitios me lleva sobre todo esa sabrosa tentación, sin demérito de otros. “Los Arcos”, cuyos mariscos y pescados te hacen pensar en dejar de ser carnívoro. “La Puntada”, insigne restorán a donde voy en busca de un platillo típico hecho a base de la carne seca regional, guiso de nombre no muy atractivo, pues se llama “atropellado”, pero de sinigual sabor.

Y finalmente, pero no al final, la benemérita y tradicional cantina “El Indio Azteca”, que debería figurar con tres estrellas en la guía Michelin. El establecimiento es exclusivo para hombres, cosa que aplaudo, y con ambas manos para mayor efecto, pues el empoderamiento de la mujer nos ha ido dejando a los varones cada vez con menos reductos para no olvidar que lo somos y para no gravitar unos momentos en torno de ese hondo y bello misterio, el eterno femenino. No se me tache de misógino por apoyar y defender esa política, que algunos tildarán de impolítica, de “El Indio Azteca”.

Soy un perpetuo adorador de la mujer, aunque muchas no gusten ya de adoraciones, y en este espacio he defendido sus derechos con energía viril —otra incorrección política—, pero detesto ese agresivo hembrismo —que no feminismo— que busca emascular al hombre y ponerlo en inferioridad ante la ley en relación con la mujer.

Y vengan críticas. Las esperaré, sereno, en “El Indio Azteca”, bebiendo un tequila y una cerveza (el caballo y la potranca) y degustando unos higaditos y unas costillitas como solamente ahí se pueden encontrar. Ahora bien: ¿a qué esta prolongada perorata?

Me sirve de limen —limen es umbral o entrada— para manifestar mi inquietud por los altos índices de contaminación que sufre Monterrey. Por motivos de no trabajo fui hace unos días a la capital nuevoleonesa, y la capa de esmog que se observaba era tan densa que no sólo no se alcanzaba a ver el Cerro de la Silla, sino ni aun las montañas de la zona llamada la Huasteca, a las que Manuel José Othón calificó de “épicas”. Nadie rebaje a lágrima o reproche lo que diré en seguida, pero esa contaminación llega ya hasta Saltillo, mi ciudad, a 70 kilómetros de distancia, así de ingente es.

Desde luego, esos humos —de refinería, de vehículos, de fábricas y pedreras— no me impedirán ir a Monterrey cada vez que pueda. La amistad y los afectos bien valen una nariz tapada, y más si los acompañan una orden de churros en “Los Arcos”, un puchero basilical en “La Puntada” o una cerveza helada a la regiomontana en “El Indio Azteca”.

Doña Cotilla narró en la merienda de los jueves: “Le di una pastilla de Viagra a mi marido, y tuvo efectos visibles, pero olvidé darle también la pastilla para la memoria, y no supo qué hacer con los efectos”…

Don Cordano tuvo un arranque de romanticismo y llamó por teléfono a su esposa. Le preguntó de buenas a primeras: “¿Qué te parecería pasar tú y yo solos una semana a la orilla del mar, haciendo el amor a la luz de la luna, arrullados por las olas hasta el amanecer?” “Encantada -replicó de inmediato la señora-. ¿Quién habla?”.— Saltillo, Coahuila.

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