Hay decisiones en la administración pública que, aunque parezcan técnicas o rutinarias, funcionan como una radiografía de un municipio, estado o país. Decisiones que revelan no solo cómo funciona su economía, sino también cómo se distribuye el peso del desarrollo y cómo se entiende la justicia. Entre esas decisiones, pocas son tan representativas y tan ignoradas como los incrementos al impuesto sobre nómina. Un impuesto silencioso, que se activa cada vez que un trabajador obtiene un empleo formal. Su costo no aparece en el recibo del trabajador, es una cifra que solo se ve en la contabilidad interna de una empresa. Pero su invisibilidad no lo vuelve inofensivo. Al contrario, lo vuelve más letal, porque opera fuera del escrutinio ciudadano.
La sociedad suele ver el impuesto sobre nómina como una transacción abstracta entre empresas y gobierno. En esa visión, el ciudadano parece un espectador que observa desde la grada cómo las grandes empresas negocian, pagan y se adaptan. Pero esta percepción es errónea. En una economía interconectada, cada impuesto se filtra en las oportunidades, en las expectativas, en los precios y en la vida diaria. Nada se queda en el punto donde se cobra. Siempre llega a alguien más. Por eso, cuando se incrementa el impuesto sobre nómina, la verdadera pregunta no es cuánto recauda el gobierno, sino cuánto paga la comunidad afectada.
El impuesto sobre nómina grava un acto fundamental: el empleo formal. No grava la utilidad, el lujo, la acumulación improductiva, el daño ambiental ni la especulación financiera. No toca a la informalidad, al que opera sin registros, al que se mueve en efectivo. Se aplica únicamente a quienes están dentro del sistema laboral formal, a quienes reportan sus ingresos, cumplen con la seguridad social y cotizan para su retiro.
Además, este tipo de tributo tiene una característica que lo distingue de muchos otros: no depende de la rentabilidad de la empresa. Incluso si un negocio atraviesa una crisis, si sus ingresos caen o si opera con pérdidas, el impuesto sobre nómina le exige aportar mientras mantenga trabajadores en su plantilla. Grava el esfuerzo independientemente del resultado. Y eso genera tensiones particularmente fuertes en periodos de desaceleración económica, cuando las empresas necesitan flexibilidad para sobrevivir.
Las repercusiones sociales de un aumento en este impuesto son mucho más profundas de lo que se piensa. Aunque a simple vista parezca que el impacto recae solo en los empresarios, en realidad afecta directamente a los trabajadores. Cuando el costo de contratar se eleva, las empresas se vuelven más cautas antes de abrir nuevas plazas, tardan más en reemplazar vacantes, reducen horas, automatizan procesos de manera anticipada o simplemente postergan su crecimiento. Al final, quien pierde no es únicamente la empresa, sino la persona que no fue contratada, el recién egresado que no encuentra oportunidad, la familia que requiere de un ingreso estable.
Cuando contratar es más caro, la formalidad pierde atractivo. Las empresas optan por esquemas mixtos o por servicios tercerizados, muchas veces sin prestaciones, porque significan menor carga fiscal. La informalidad se vuelve un refugio económico, pero también un lastre social. En un estado como Yucatán, donde según el Inegi la formalidad apenas sobrepasa el 40%, exigir más a quien ya cumple mientras se deja intacto a quien opera al margen, es castigar la conducta deseable y premiar la evasión sistémica.
Pero lo verdaderamente grave es que el incremento en este impuesto no solo afecta la estructura de costos de las empresas: se traslada hacia adelante, hacia la sociedad. El trabajador siente el impacto cuando su salario no crece, cuando las oportunidades laborales se reducen, cuando la competencia por cada empleo se intensifica o cuando las opciones están en una zona gris donde no hay seguridad social, ni derechos, ni estabilidad. Las familias sienten el impacto cuando los precios suben para compensar mayores costos. Es entonces cuando el ciudadano común, ese que nunca escuchó el término “impuesto sobre nómina”, es precisamente quien termina pagándolo en carne propia.
Cuando un estado considera elevar este impuesto, lo que pone sobre la mesa no es solamente un ajuste presupuestario, sino una conversación sobre cómo imaginamos el futuro económico de una región. La economía moderna se caracteriza por una competencia intensa. Cada ciudad compite con otras ciudades del mundo para atraer talento, capital, turismo e inversión. Cuando una empresa global considera instalarse en un estado como Yucatán, opera una ecuación tan racional como implacable: evalúa costos, riesgos, certidumbres y posibilidades. El impuesto sobre nómina es uno de esos costos que incide directamente en el costo total del trabajo. Si una región ofrece estabilidad, mano de obra calificada y un clima económico favorable, pero eleva el impuesto sobre nómina por encima de estados competidores, entonces su atractivo disminuye.
Por supuesto que es necesario fortalecer las finanzas estatales o nacionales. Que no hay recursos suficientes para cubrir las demandas sociales. Que el costo de la educación, la salud, la seguridad o la infraestructura requieren más fondos. Nadie puede negar que las necesidades son enormes. Pero pedirle más a quienes ya cumplen, en lugar de ampliar la base de quienes no aportan, no solo es ineficiente, es éticamente cuestionable. Es exigir sacrificio donde ya no queda mucho margen. Es cargar la responsabilidad fiscal sobre los hombros del contribuyente cautivo, del trabajador visible, del empresario formal, del profesional asalariado. Es una decisión que ignora que la desigualdad fiscal es la raíz de muchas otras desigualdades.
Por eso, un incremento al impuesto sobre nómina no se reduce solo a cifras. Es una decisión moral, económica y social. Una que define qué tipo de país queremos construir: uno que apoya el trabajo o uno que lo grava; uno que incentiva la formalidad o uno que la castiga; uno que apuesta por el futuro o uno que lo encarece.
Ante esto, la sociedad no debe permanecer indiferente ante algo que la toca tan profundamente. Cada persona, desde la que dirige una empresa hasta la que apenas inicia su vida laboral, debe comprender el impacto real de estas medidas. Y tiene, sobre todo, la responsabilidad de exigir que las decisiones fiscales se tomen desde la justicia económica y la comprensión sincera del peso que recae sobre todos. No porque esté defendiendo al empresario, sino porque se está defendiendo a sí mismo. Porque sabe que, al final, cada carga que recae sobre el empleo formal termina llegando a su mesa, a su recibo, a su salario y a sus oportunidades.— Mérida, Yucatán
marisol.cen@kookayfinanzas.com
Profesora universitaria y consultora financiera
