Presbítero Alejandro Alvarez Gallegos

Recientemente conmemoramos el Día de la Tierra. Al respecto, tenemos documentos que nos hacen reflexionar acerca del cuidado de nuestra “casa común”.

Hoy día, creyentes y no creyentes estamos de acuerdo en que la Tierra es esencialmente una herencia común, cuyos frutos deben beneficiar a todos. Para los creyentes, esto se convierte en una cuestión de fidelidad al Creador porque Dios creó el mundo para todos.

En la encíclica Laudato Si, el papa Francisco nos deja un legado que debemos reflexionar acerca del cuidado del planeta en que vivimos.

Jesús vivía en armonía plena con la creación, y los demás se asombraban: “¿Quién es éste, que hasta el viento y el mar le obedecen?” (Mt 8, 27). Para la comprensión cristiana de la realidad, el destino de toda la creación pasa por el misterio de Cristo, que está presente desde el origen de todas las cosas: “Todo fue creado por él y para él” (Col 1, 16).

No nos servirá describir los síntomas si no reconocemos la raíz humana de la crisis ecológica. Hay un modo de entender la vida y la acción humana que se ha desviado y que contradice la realidad hasta dañarla. ¿Por qué no podemos detenernos a pensarlo?

Y continúa diciendo el Papa en el número 18: a la continua aceleración de los cambios de la humanidad y del planeta se une hoy la intensificación de ritmos de vida y de trabajo, en eso que algunos llaman “rapidación”.

Si bien el cambio es parte de la dinámica de los sistemas complejos, la velocidad que las acciones humanas le imponen hoy contrasta con la natural lentitud de la evolución biológica.

A esto se suma el problema de que los objetivos de ese cambio veloz y constante no necesariamente se orientan al bien común y a un desarrollo humano, sostenible e integral. El cambio es algo deseable, pero se vuelve preocupante cuando se convierte en deterioro del mundo y de la calidad de vida de gran parte de la humanidad.

Existen formas de contaminación que afectan cotidianamente a las personas. La exposición a los contaminantes atmosféricos produce un amplio espectro de efectos sobre la salud, especialmente de los más pobres, provocando millones de muertes prematuras. Se enferman, por ejemplo, a causa de la inhalación de elevados niveles de humo que procede de los combustibles que utilizan para cocinar o para calentarse.

A ello se suma la contaminación que afecta a todos, debida al transporte, al humo de la industria, a los depósitos de sustancias que contribuyen a la acidificación del suelo y del agua, a los fertilizantes, insecticidas, fungicidas, controladores de malezas y agrotóxicos en general. La tecnología que, ligada a las finanzas, pretende ser la única solución de los problemas, de hecho suele ser incapaz de ver el misterio de las múltiples relaciones que existen entre las cosas, y por eso a veces resuelve un problema creando otros.

Hay que considerar también la contaminación producida por los residuos, incluyendo los desechos peligrosos presentes en distintos ambientes. Se producen cientos de millones de toneladas de residuos por año, muchos de ellos no biodegradables: residuos domiciliarios y comerciales, residuos de demolición, residuos clínicos, electrónicos e industriales, residuos altamente tóxicos y radioactivos.

La Tierra, nuestra casa, parece convertirse cada vez más en un inmenso depósito de porquería. En muchos lugares del planeta, los ancianos añoran los paisajes de otros tiempos, que ahora se ven inundados de basura.

Tanto los residuos industriales como los productos químicos utilizados en las ciudades y en el agro pueden producir un efecto de bioacumulación en los organismos de los pobladores de zonas cercanas, que ocurre aun cuando el nivel de presencia de un elemento tóxico en un lugar sea bajo. Muchas veces se toman medidas solo cuando se han producido efectos irreversibles para la salud de las personas.— Coordinador diocesano para la Pastoral de la Vida.

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