Cuatro empleados bancarios obligados a permanecer cinco días en la bóveda de un banco de 3 por 13 metros. No había servicios sanitarios. Agua y comida estaba limitados. Su destino estaba unido al de un hombre de 32 años, Jan-Erik Olsson, a quien le había salido mal el intento de robar el banco y estaba encerrado con los trabajadores —tres mujeres, un hombre— en la caja de caudales.

A pesar de la dureza del encierro, y de escuchar que el asaltante acabaría primero con ellos si la policía intentaba detenerlo, al final de su cautiverio —del que salieron ilesos, al igual que Olsson— los rehenes manifestaron simpatía por su captor. Esta actitud fue llamada síndrome de Estocolmo.

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