Guillermo Fournier Ramos

La civilización humana se ha construido a lo largo de decenas de miles de años, de la mano de la colaboración, el entendimiento y las causas comunes. Cada generación de hombres y mujeres abona a crear un mejor presente y un futuro de esperanza.

Sin embargo, ante la inmensidad de la historia y los sucesos que van moldeando la realidad, es frecuente que el individuo no consiga hallar su papel en el mundo, ni dimensione la importancia de las decisiones que toma en el día a día.

Si a ello añadimos fenómenos de la era contemporánea como la desconexión humana, el ritmo de vida acelerado y la decadencia de algunos valores sociales, nos daremos cuenta del riesgo que representa no hallar el sitio que le corresponde a cada cual como agente de cambio.

Lo cierto es que las sociedades son la suma de sus partes, de tal suerte que cualquier conducta individual se refleja —para bien o para mal— en mayor o menor medida en el colectivo. Se trata de un hecho sutil, aunque innegable.

Comportamientos tan sencillos como gestos de cortesía cotidianos entre vecinos de una misma calle se traducen en zonas urbanas más seguras, donde la sana convivencia prevalece, cerrando paso a la violencia y delincuencia.

En cambio, cuando muchas personas toman la decisión de tirar basura en espacios públicos o quemar desechos sin protocolos, generan contaminación y agravan la crisis ambiental que padecemos en todo el planeta.

El problema radica en que no asumimos responsabilidad a título individual de lo que hacemos o dejamos de hacer; pero todo acto humano tiene consecuencias, ya sean favorables o perniciosas. La inconciencia es el gran mal que aqueja a la civilización del siglo XXI.

Al ignorar que nada humano nos es ajeno, caemos en la indiferencia, corrompiendo el tejido social. Tal como decía el pensador Edmund Burke: “para que el mal triunfe, lo único necesario es que la gente buena se abstenga de actuar”.

Una visión humanista es aquella que reconoce el poder del individuo para reproducir el bien, a través del ejercicio de la inteligencia, libertad y voluntad que nos distinguen como especie.

Revalorizar las virtudes de empatía, generosidad y solidaridad se torna urgente en un contexto de desafíos sumamente complejos como la desigualdad social, la polarización y la proliferación de discursos de odio.

Para superar los retos que tenemos por delante hay que volver a lo esencial, partiendo del rol de cada persona como ente con el poder de incidir en la comunidad. Ahora bien, solo sumando esfuerzos podemos trabajar en pro del interés general.

La educación en la escuela y en el hogar es fundamental para inculcar en cada niño y niña la semilla de virtudes y aptitudes requeridas para formar hombres y mujeres de valor, dispuestos a trazar un mejor porvenir.

En última instancia, el propósito de la existencia pasa por comprender que la vida es un camino constante de elecciones, y adquiere sentido cuando dedicamos tiempo y empeño en impactar de forma positiva en los demás.

Así, el llamado es a abrazar el compromiso personalísimo de conducirnos con ética y dimensión humana, para sentar las bases del cambio que queremos ver en el entorno.

La responsabilidad compartida es el impulso que hace falta si aspiramos a edificar una civilización mucho más igualitaria, justa y de paz. Subestimar el proceder individual es caer en el error, pues las pequeñas acciones son trascendentales en la medida en que se multiplican.

Como afirmaba el activista Martin Luther King, todos podemos ser grandes personas, porque todos contamos con la capacidad de ayudar a otros. La buena voluntad es el núcleo del progreso humano.— Mérida, Yucatán.

fournier1993@hotmail.com

Licenciado en Derecho, maestro en Administración

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