Alfonso González Fernández

“O estás creciendo o te estás muriendo, el estancamiento no existe en el universo”.— Steve Siebold

El estancamiento no es simplemente no moverse, es bailar en un pie sobre arenas movedizas, creyendo que así no nos hundiremos. Lo anterior procede de una adaptación libre de un refrán de café, el cual resume con fina ironía, la parálisis elegante que practican con devoción tantas naciones.

Vivimos en una época de esquizofrenia ilustrada: por un lado, los oráculos oficiales, los augures económicos y una legión de propagandistas bien peinados nos proyectan panoramas dorados de crecimiento perpetuo, revoluciones tecnológicas, inversiones faraónicas y desarrollos tan sostenibles que casi se pueden empaquetar y vender como quinoa orgánica.

La realidad cotidiana se asemeja a una película en cámara lenta: las reformas se diluyen en comisiones, la productividad bosteza y la infraestructura pública envejece con más dignidad que nuestros propósitos de Año Nuevo.

Este contraste entre la promesa épica y el letargo burocrático no es casual, pues la política del cortoplacismo y el cálculo electoral dominan, mientras el público, atrapado entre la esperanza de un futuro próspero y el miedo a pagar la cuenta, observa.

El crecimiento económico promete empleo, innovación y mejor calidad de vida, es prácticamente el motor que, en teoría, todo gobierno anhela encender, para pasar a los libros de historia, con una foto sonriente junto al genio de la lámpara.

El estancamiento es un estado cómodo y engañoso, comúnmente causado por instituciones débiles que entorpecen en lugar de facilitar, resistencia cultural al cambio disfrazada de tradición, élites económicas que prefieren el monopolio a la competencia, y una clase política obsesionada con el ciclo electoral que ignora el legado histórico.

El crecimiento necesita inversión en educación, infraestructura y marcos jurídicos claros, el estancamiento solo necesita inacción, es como construir un rascacielos versus soñar que eres el ingeniero, es ignorar que el tejado gotea o las grietas en los cimientos, mientras clamamos por el desarrollo, pero nos espantamos ante reformas incómodas, tales como los impuestos “consensuados” y la competencia desleal para los cuates de la lista de Excel.

MEOLLO

Este baile surrealista se centra en el miedo al costo político inmediato al implementar cambios estructurales, como una reforma fiscal integral, desmantelar monopolios e invertir seriamente en ciencia, pues genera rechazo en sectores poderosos.

Esto puede costar popularidad y titulares negativos, en donde podemos apreciar que la lógica perversa es: ¿por qué arriesgar el capital político actual por un beneficio que quizá coseche el siguiente gobierno, o …la oposición?

Es mejor, infinitamente mejor, repartir subsidios temporales que suenan a regalo, o inaugurar obras faraónicas y suntuosas —aunque su utilidad sea comparable a la de un paraguas en un huracán— cuyo impacto, aunque efímero, ilumine la portada del día siguiente.

Los líderes temen más al editorial punzante del lunes que al juicio histórico, en tanto la ciudadanía, desilusionada, desconfía de las “grandes soluciones” tras fracasos majestuosos con promesas vacías.

La política evade costos, la economía se estanca, la desconfianza crece y todos culpan al “contexto internacional” o “los mercados nerviosos”, es una tragicomedia dónde todos conocen el final, pero nadie abandona el guion, por ridículo que sea.

ENMIENDAS

Salir de este atolladero requiere dejar de lado la fe en los milagros, pues existen caminos, y algunos son menos dolorosos de lo que parece.

a) Repartición. Los principales actores políticos, económicos y sociales deben acordar una agenda mínima de largo plazo, blindada de los vaivenes electorales. Repartir los costos políticos entre todos, evita que un solo partido o grupo cargue con el odio popular, tal como ocurre en una cena familiar: si todos invitan al amigo tóxico, la responsabilidad se diluye.

b) Ilustración. Fomentar una ciudadanía informada y exigente, que premie planes serios con hojas de ruta y cuentas claras, y castigue la demagogia vacía, implicando educación cívica más allá de los símbolos patrios, transparencia obligatoria y medios que no confundan profundidad con aburrimiento, ni debate con gritería.

Ambas opciones tienen riesgos. La primera puede llevar a acuerdos cupulares entre élites, dejando a la sociedad civil como espectadora. La segunda puede causar desorden o frustración si los cambios no son inmediatos —y nunca lo son—.

Aunque la alternativa, la de seguir bailando ese vals cojo sobre las arenas movedizas, es simplemente insostenible, o como dice un amigo con sentido del humor más negro que el café de estación: “no puedes esperar crecer, si pasas más tiempo planificando la fiesta de inauguración —eligiendo el canapé y el discurso— que construyendo los cimientos de la casa”.

Al final, el crecimiento no es un regalo del destino ni un viento favorable que llega por azar, es, casi siempre, el fruto ácido y tardío de decisiones valientes tomadas años antes, por personas que probablemente no recibieron aplausos en su momento.

El estancamiento, en cambio, no es una fatalidad, es simplemente la herencia cobarde y acumulada de quienes, ante la disyuntiva, prefirieron el silencio cómplice, el baile en un pie y la esperanza vana de que el suelo no cedería durante su turno.

La realidad es que la arena siempre termina por moverse, y entonces, el vals se convierte en hundimiento.

Corolario:

“Innovación presupuestal con bases, apuesta segura para el desarrollo”.— Mérida, Yucatán

Correo: ingenieroalfonsogonzalez@gmail.com

@alfonsoengineer

Consejo Mundial de Ingenieros Civiles (WCCE); Consejo Asesor

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