“NO TEMAN, SOY YO. MIREN MIS MANOS…”

Aquellos discípulos que regresaban a su casa en el poblado de Emaús, estaban resentidos con ellos mismos ya que sintieron que habían perdido su tiempo acompañando a Jesús. Se habían entusiasmado desde el principio con las enseñanzas que escuchaban del Maestro y viendo todos los milagros que hacía. Pero nunca se imaginaron un final tan trágico como el que habían presenciado en el Gólgota. Sin embargo, Jesús se les apareció en el camino y les reveló su misterio divino.

Impacientes por contar cuanto les sucedió y cómo conocieron al Señor al partir el pan, fueron a ver a los Once apóstoles para contarles lo sucedido. Pero, antes de hablar, los otros les dijeron: “El Señor ha resucitado y se ha aparecido a Pedro”. Pero unos y otros se quedaron mudos ante la súbita presencia del Señor.

Jesús les tranquilizó y les convenció de la verdad de su presencia. Ver a Jesús ingerir los alimentos sirvió para “comprobar” que Él es en verdad el mismo que, habiendo muerto, estaba vivo, resucitado, que no era un “fantasma” o una simple “visión”. Los apóstoles solo pueden ser “testigos” si están plenamente convencidos de que Jesús nazareno, el que padeció y murió bajo el poder de Poncio Pilato, es el Señor que vive.

El primer cuadro, pues, de la narración del Evangelio de hoy está todo centrado en la realidad corporal de Cristo: mirar, manos, pies, carne, huesos, ver, mostrar, comer, tomar, pescado asado, etc.

Cristo resucitado, que invocamos a Dios como Señor, es el mismo Jesús de Nazaret que pasó entre nosotros. El cristianismo está todo entrelazado entre lo divino y lo humano, entre el misterio, los sentidos y la mente, entre el Espíritu Santo y el cuerpo, entre la resurrección y la muerte.

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