México llega al cierre de 2025 enfrentando un círculo económico roto construido durante décadas. No se trata de un problema surgido en un solo periodo, sino del resultado acumulado de políticas fragmentadas, tratados comerciales negociados desde la debilidad y una idea equivocada de modernización. Aunque algunos discursos intentan asignar culpas inmediatas, la realidad es más compleja: el país opera sobre estructuras que se diseñaron para resistir, pero no para evolucionar, y que hoy limitan la capacidad de generar desarrollo sostenible.

Durante años se confundió competitividad con competencia, alimentando la idea de que bastaba con reducir costos y flexibilizar regulaciones para impulsar el crecimiento. Esa visión produjo empleos precarios y debilitó la capacidad productiva nacional. La competitividad verdadera requiere innovación, tecnología, educación técnica sólida, infraestructura eficiente y empleos formales. Sin estos elementos, el país quedó atrapado en un modelo que privilegia lo inmediato sobre lo estratégico, reduciendo su potencial para generar valor interno.

En este entorno, la informalidad dejó de ser una válvula temporal y se convirtió en el principal sostén económico de millones de personas. Sin derechos laborales ni seguridad social, la informalidad ofrece movilidad de corto plazo a costa del futuro. Mientras tanto, en los tratados comerciales se privilegió la mano de obra barata en lugar de exigir transferencia tecnológica o contenido nacional. México ingresó a cadenas globales como ensamblador, pero sin capturar beneficios estructurales que permitan crecer de manera autónoma.

La falta de oportunidades formales impulsó la migración masiva, y con ella surgió otra dependencia: las remesas. Estos recursos sostienen hoy una parte crucial del consumo nacional. Aunque representan un alivio económico inmediato, también reflejan la incapacidad histórica para generar empleos dignos dentro del país. Depender de lo que envían quienes se fueron deja a México vulnerable a presiones externas y acentúa su subordinación en el escenario internacional, especialmente cuando actores extranjeros buscan aprovechar estas debilidades.

A ello se suma un boom inmobiliario que avanza sobre tierras agrícolas y encarece la vida sin fortalecer la productividad. Perder campo significa perder soberanía, biodiversidad y oportunidades rurales. Esto cierra un círculo vicioso: informalidad creciente, tratados débiles, migración forzada, dependencia de remesas y urbanización desordenada que profundiza la incertidumbre económica. El reto del gobierno actual es romper esa dinámica. No creó la estructura heredada, pero sí tiene la responsabilidad de corregirla mediante política industrial, ordenamiento territorial, fortalecimiento del campo y empleos formales.

Romper este ciclo exige decisiones valientes, visión estratégica y la capacidad de articular a todos los sectores productivos. México necesita una política industrial moderna, programas de apoyo al campo, una reforma profunda de la educación técnica y un sistema de movilidad laboral que permita crecer sin expulsar población. El país tiene el potencial para lograrlo, pero requiere coordinación, transparencia y un esfuerzo decidido para superar inercias históricas que han limitado su desarrollo.

Solo así será posible construir una economía sólida que ofrezca bienestar real y estabilidad duradera.

Doctor en Análisis Estratégico y Desarrollo Sustentable por la Universidad Anáhuac Mayab

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