(Artículo publicado el 23 de junio de 2009)
Las historias de Honduras y México se encuentran en la expulsión del presidente hondureño Manuel Zelaya: hace 73 años el hombre fuerte de la política mexicana, Plutarco Elías Calles, fue sometido repentinamente a un trato similar.
El suceso centroamericano tiene el contorno de un golpe de estado que en cuestión de forma ha desatado un debate internacional. Por las lagunas que la debilitan, la constitución nacional permite que tanto los partidarios del gobernante depuesto como las nuevas autoridades reclamen para sí el apoyo de la ley. En un punto hay claridad: la carta magna no autoriza que se prive a un ciudadano hondureño del derecho a residir en su país.
Se ve claro también el fondo. Zelaya pretendía poner en marcha el domingo, con el expediente de una consulta popular, un proceso que condujera a una reforma constitucional que admita la reelección. El Congreso, el Ejército y los líderes de los partidos políticos, incluyendo el oficial, ven un peligro: la presunta intención del mandatario derribado de tomar el mismo camino que ha seguido Hugo Chávez para perpetuarse en el poder. Camino que están transitando Rafael Correa y el sandinista Daniel Ortega con igual objetivo.
Una docena de militares encapuchados despertaron con armas largas a Zelaya en la madrugada y como estaba, en piyama y pantuflas, lo detuvieron y llevaron al avión que lo trasladó al exilio en Costa Rica.
Hace 85 años, en 1924, Plutarco Elías Calles sucedió a Alvaro Obregón en la presidencia mexicana. Antes de expirar el cuatrienio —todavía no era sexenio—, ambos generales promovieron la reforma constitucional que abolió el principio maderista de la no reelección y abrió las puertas para que Obregón presentara de nuevo su candidatura a la presidencia.
La muerte impidió al manco de Celaya ser Hugo Chávez. Su asesinato en el restaurante “La bombilla” le dio sin embargo a Calles la oportunidad de escoger otra manera de perpetuarse en el poder: poner fin al caudillismo de los generales, que había sido el santo y seña de la revolución, con un partido único que él fundaría y manejaría precisamente como caudillo.
Así nació en 1929 el partido que hoy conocemos con el nombre de PRI. Partido que fue el instrumento que Calles utilizó para imponer, como había impuesto a Emilio Portes Gil, a los presidentes Pascual Ortiz Rubio, Abelardo L. Rodríguez y Lázaro Cárdenas, y continuar en el trono de amo y señor de México como “jefe máximo de la revolución” hasta…
Hasta que la criada le salió respondona. Harto del caudillismo, Cárdenas se quitó de encima a Calles al estilo hondureño. A la medianoche del 9 al 10 de abril de 1936, veinte militares y ocho policías con armas largas entraron en la finca de Santa Bárbara, residencia de don Plutarco en la carretera a Puebla, lo sacaron de la cama donde dormía y, como se hiciera 73 años más tarde con Zelaya, se lo llevaron preso en piyama —de seda, blanca con rayas azules— y en avión —un trimotor de la Compañía Mexicana de Aviación— lo deportaron a Brownsville, Texas.
Cárdenas cambió las reglas del juego y se valió del partido para instituir la presidencia imperial, según término acuñado por Enrique Krauze. Presidencia todopoderosa, como el maximato, con la diferencia única de que su titular cambiaba cada seis años. Presidencia que sería la nueva columna vertebral de los 70 años de virtual dictadura de partido.
Calles había demostrado hasta la saciedad qué se puede esperar de los oligarcas que alteran las leyes en su aspiración a la eternidad . Como Hugo Chávez y Rafael Correa pintan hoy, don Plutarco fue enemigo acérrimo de la libertad de expresión. En 1924, cuando era presidente, auspició el asalto, saqueo e incendio de las oficinas y talleres de “La Revista de Yucatán”, antecesora mártir del periódico en que publicamos hoy estas líneas.
En 1931 apadrinó, ya como jefe máximo, la clausura forzosa de “Diario de Yucatán” por el gobernador Bartolomé García Correa y lo invitó luego a asesinar a nuestro fundador al decirle que nada había logrado con cerrar el “Diario” si su director Carlos R. Menéndez seguía vivo.
No somos quién para juzgar los sucesos de Honduras. Pero hay razón suficiente para advertir, en las presuntas pretensiones de Zelaya y el camino que empezaba a seguir, una tendencia marcada en América Hispana a utilizar los cauces democráticos para instituir dictaduras disfrazadas. Dictaduras en las que, para usufructuar del poder sin molestias, lo primero es acallar la libertad de expresión, como pretendió Calles y buscan hacerlo hoy Hugo Chávez y sus correligionarios.
Ante el ejemplo de Venezuela, Ecuador y Nicaragua; frente a las intenciones que los sublevados atribuyen a Zelaya; ante el poder, con olor a Calles y Cárdenas, de que hoy hace gala Carlos Salinas de Gortari al usar al líder parlamentario Emilio Gamboa Patrón para amordazar a Miguel de la Madrid, todopoderoso caído en desgracia lastimosa, los mexicanos, como también nuestros compañeros de continente, debemos curarnos en salud y poner personalmente nuestro grano de arena para desactivar por las buenas el sistema de la piyama en vez de recurrir a las malas para deportar a los enpiyamados con el riesgo de quebrantar las leyes que tutelan el orden y la paz.— Mérida, Yucatán
