(Primera Columna publicada el 9 de mayo de 2010)
En vísperas del día de la madre, a labio cerrado y corazón abierto, el nieto recita la sexta estrofa de “Los maderos de San Juan”:
“Mañana cuando duerma la Anciana, yerta y muda,
lejos del mundo vivo, bajo la oscura tierra,
donde otros, en la sombra, desde hace tiempo están,
del nieto a la memoria, con grave son que encierra
todo el poema triste de la remota infancia,
cruzando por las sombras del tiempo y la distancia
de aquella voz querida las notas vibrarán”
En vísperas del día de la madre, el nieto canta en silencio la canción francesa: “Recuérdame, que recordar es volver a vivir el tiempo que se fue, recuérdame”.
Sin la tristeza y la nostalgia que invaden el poema de José Asunción Silva, los recuerdos entrañables de los tiempos vividos con la abuela recorren intactos la memoria del nieto. La memoria, que es el archivo del alma, el despacho que lleva la contabilidad de lo que piensas y lo que sientes.
La abuela de ojos azules, que salía sólo muy de vez en cuando, y acompañada siempre, la tarde anterior a la primera comunión del nieto llegó sola a regalarle un libro pequeño de tapas nacaradas, con el corazón de Jesús en la portada, con aquellas oraciones antiguas que quien sabe por qué hemos dejado de rezar. El nieto conserva el libro en la biblioteca, a la vista, intacto como el recuerdo, pero más que el regalo precioso atesora aquella emoción de ver a la abuela, que no iba sin acompañante a ninguna parte, llegar sola, solita, a llevarle un regalo. Hay cosas que se guardan toda la vida y sentimientos que a través de las sombras del tiempo y la distancia no han dejado ni dejarán de vibrar.
En noche de gala, el nieto perdía desconsolado la batalla por anudarse la corbata sin el bolsón opresor de la garganta. Con paciencia infinita y destreza insospechada, la abuela mostró al niño, ensayo tras ensayo, cómo hacerse un nudo flamante: el nudo duque de Windsor. ¿Dónde lo aprendió la abuela? ¿Quién le enseñó ese triángulo equilátero que se ajustaba al cuello con elegancia irreprochable, sin conceder una arruga, sin quitar el aire? Hasta hoy, cuando el nieto se pone la corbata, invariable se asoma al espejo la imagen de la abuela y sus dedos matemáticos, maestros, irrepetibles.
El abuelo era un patriarca de carácter tempestuoso; la abuela, el ejemplo abnegado de la sumisión. Un día el abuelo no dejaba de regañar al nieto. ¡“Quieres dejar a ese niño en paz”!, le gritó de pronto la abuela indignada. No se le olvida al nieto el asombro adueñado del rostro del buen señor ante la orden inaudita pero inapelable. Fue la primera y última vez que se oyó a la abuela levantarle la voz al esposo. El nieto valía la pena y la excepción.
Algo hizo el nieto que su padre, devoto de la disciplina, se negó a darle dinero para comprar el uniforme que necesitaba para entrar en los scouts. La abuela de los ojos negros y pobreza de solemnidad, que vivía del subsidio familiar, excavó las profundidades atlánticas de su estante de tres lunas —insondables estantes de nuestra abuelas, prodigios de ocultas maravillas—, desenvolvió tres trapos descoloridos extraídos de un rincón y, entre las lágrimas del nieto, sacó los 32 pesos que costaban el uniforme, el sombrero y el bastón. Lágrimas que nunca se han secado ni se secarán.
Alguna travesura, majadería mejor, hizo el nieto, que fue sentenciado por la autoridad a barrer el patio. Un patio de 15 árboles y 150,000 hojas. ¡Qué grandes son los patios cuando uno es chico! Con zapatos rotos y delantal remendado, la abuela se levantó de madrugada para dejar el patio limpio antes del amanecer. ¿Cómo dispuso de las hojas recogidas y apiladas en montoncitos? Milagros que el nieto nunca pudo ni quiso, claro, comprender.
Al repasar los tiempos vividos con la abuela, paño de lágrimas y tabla de salvación, ángel de la guarda, cómplice y confidente, amiga siempre, el nieto recita en silencio aquel poema sencillo del libro de lectura que estudió en la primaria:
Diez años hace murió abuelita,
cuando la fueron a sepultar,
deudos y amigos en honda cuita
se congregaron para llorar.
Cuando la negra caja cerraron,
curioso y grave me aproximé,
y al verme cerca me regañaron
porque sin llanto la contemplé.
Dolor vehemente rápido pasa,
diez años hace que muerta está,
llovieron penas y nadie en casa
de mi abuelita se acuerda ya.
Sólo yo guardo luto y tristeza,
pues su recuerdo fuerza cobró.
como del árbol en la corteza
se ahonda el nombre que se escribió.
En vísperas del día de la madre, el nieto recuesta el espíritu a la sombra del árbol del recuerdo, el recuerdo frondoso de la abuela, y vuelve a vivir, conmovido, el tiempo que no se ha ido porque nunca se fue ni se irá jamás.— Mérida, Yucatán, 9 de mayo de 2010.
