(Primera Columna publicada el 22 de marzo de 2012)
En un mes como el actual, marzo, hace 478 años, o sea en 1534, Tomás Moro, gran canciller de Inglaterra, número dos del reino, católico sin excepciones, fue degradado y decapitado. Su delito: en el Westminster Hall, ante una asamblea de nobles y notables, se negó a rechazar la autoridad del Papa y firmar el acta que proclamaba el matrimonio del divorciado rey Enrique VIII y la separación del país de la Iglesia Católica. Acta que constituyó la fundación de la Iglesia Anglicana, que hasta hoy rige las actividades religiosas de la Gran Bretaña bajo la presidencia del monarca en turno.
El mensaje de Moro, hoy Santo Tomás Moro, es claro: Los objetivos y principios éticos y morales de mi religión, no los del rey, informan y definen tanto mi trayectoria política como mi actuación en el gobierno. Mi conciencia vale más que yo.
478 años después, en este mes de marzo de 2012, honra a México la visita de un Papa que en el mismo recinto donde fue condenado Tomás Moro ha refrendado la validez del criterio sostenido por el santo hasta su martirio y lo actualiza con elocuencia transparente: el éxito de la política, como camino a la democracia, pasa por la religión. Por la ética y la moral propuestas por su doctrina.
El viernes 17 de septiembre de 2010 se repitió la escena de hace 478 años: el monarca y los dirigentes del mundo político, social, académico y cultural y empresarial de imperio británico se reunieron en asamblea, en el Salón Westminster, para oír a otro representantes de la Iglesia Católica: Benedicto XVI.
Su discurso se puede resumir en una una sola oración: “el legítimo papel de la religión en la vida pública”.
¿En nombre de qué autoridad —se pregunta— se pueden resolver los dilema a los que se enfrenta la sociedad?
Respuesta del Pontífice: Cuando la defensa de los principios éticos que sostienen el proceso democrático se deja al mero consenso social, al criterio de las mayorías, la democracia es frágil.
El pensamiento de Benedicto XVI está lejos de proponer las normas de un gobierno justo o soluciones concretas. Eso corresponde a los ciudadanos y sus leyes. No va por allá el obispo de Roma. Su tesis parte de que los actos y las disposiciones de los gobernantes son accesibles a la razón humana, a su análisis y su juicio.
Aquí tenemos —prosigue el Santo Padre— la “contribución vital de la religión al debate nacional: ayudar a purificar e iluminar la razón en el descubrimiento —o ausencia— de principios morales y éticos en el desempeño de los gobernantes.
“En el curso del debate, el sectarismo y otras irregularidadee surgen cuando se presta una atención insuficiente al papel iluminador, corrector y vertebrador de la religión en el uso de la razón. Las consecuencias de este déficit son las expresiones deformadas de la religión, la manipulación del hombre por las ideologías y el detrimento de la dignidad de la persona humana. Es una ayuda que ningún gobierno —continúa— puede permitirse ignorar”. La crisis financiera mundial ha demostrado que la falta de una base ética en la economía ha agravado las dificultades que padecen millones de personas.
En su examen de las perspectivas globales, le preocupa “la creciente marginación de la religión, especialmente el cristianismo”, en el comportamiento del hombre en todas sus manifestaciones. “Hay algunos —dice— que desean que la voz de la religión se silencie o por lo menos se relegue a la vida privada… Hay otros que sostienen que a los cristianos que desempeñañ un papel público se les debería pedir a veces que actuaran contra su conciencia”.
Estos —termina— “son signos concluyentes de un fracaso en el aprecio no sólo de los derechos de los creyentes a la libertad de conciencia sino también del legítimo papel de la religión en la vida pública”.
No abrigamos dudas: podemos y debemos aplicar las recomendaciones y advertencias del Papa en Inglaterra —hablaba también al orbe— a nuestro estado. Ahora bien: la falta absoluta e impune de principios éticos y morales en el gobierno prevaricador y malversador de Ivonne Ortega y la falta de religión en el debate público local ¿a quién o a qué cabe atribuirlas: ¿A un fracaso de la Iglesia de Yucatán? ¿A un fracaso de sus pastores en la misión de corregir, iluminar y vertebrar la razón en el debate local sobre la vida pública? ¿A un fracaso del consenso social, de mayorías que ignoran los criterios que Benedicto XVI expone en Westminster, o si los conocen, y o si acaso los aceptan, no tienen el valor de practicarlos y defenderlos? ¿Recibimos al Papa con la actitud de que yo y mis intereses valen más que mi conciencia? Regresaremos al tema.— Mérida, 22 de marzo de 2012.
