Se acerca la Navidad y, como cada año, el tema de los regalos vuelve a hacerse presente en la casa.

Ustedes, mis hijos preadolescentes, saben, porque lo hemos hablado muchas veces, que en esta casa no se piden tabletas, ni celulares, ni videojuegos. Lo saben tan bien que a veces eso los hace sentirse raros, distintos, fuera de lugar. Y aun así, aquí estamos, otra Navidad más, sosteniendo esta decisión que no nace de la necedad, sino del amor más profundo que soy capaz de sentir.

Recuerdo el día en que les dijimos que Santa Claus no existe. No fue un drama, no hubo lágrimas interminables. Hubo preguntas, y esa mezcla de decepción y madurez que aparece cuando uno entiende que detrás de la magia hay padres cansados, desvelados y con la cartera en la mano.

Desde entonces saben que los regalos no caen del cielo, que alguien trabaja, ahorra, decide y, sobre todo, piensa mucho antes de poner algo bajo el árbol. Y quizás por eso quiero que esta Navidad entiendan mejor que nunca por qué papá y mamá, que durante años hicimos de Santa, insistimos en no envolver pantallas ni cables.

Vivimos en una época en la que los juguetes parecen haber perdido su encanto demasiado pronto. Los niños ya no quieren carritos, muñecas, bloques o rompecabezas; quieren dispositivos, quieren estar conectados, quieren lo mismo que ven en manos de otros niños. Me pregunto en qué momento decidimos que era normal entregarles a nuestros hijos una puerta abierta a un mundo que ni nosotros mismos comprendemos del todo. Y como madre, simplemente tengo miedo. Un miedo real, concreto y persistente.

Porque el verdadero peligro no siempre está afuera, en la calle. Muchas veces está adentro, en el cuarto, con la puerta cerrada y una pantalla encendida. Está en lo que ven, en lo que escuchan, en los mensajes que reciben, en los juegos que normalizan la violencia, en los vídeos que sexualizan, en los algoritmos que no distinguen edades ni inocencias. Está en ese espacio donde creemos que están seguros porque están en casa, cuando en realidad pueden estar más expuestos que nunca. Y yo no puedo, no quiero regalarles eso a mis hijos todavía.

Sé que para ustedes es difícil entenderlo del todo. Sé que cuando me escuchan hablar de riesgos, de contenidos inapropiados, de tiempos de pantalla, sienten que exagero, que soy anticuada, que no entiendo cómo funciona el mundo hoy. Tal vez tengan razón en una cosa: no quiero que el mundo los devore antes de tiempo. No quiero que pierdan la capacidad de aburrirse, de imaginar, de leer durante horas sin notificaciones que interrumpan cada pensamiento. No quiero que confundan validación con likes, ni amistad con seguidores. No quiero que su infancia se acorte más de lo inevitable.

Libros

Por eso, esta Navidad, como las anteriores, no habrá aparatos electrónicos bajo el árbol. En su lugar estarán los libros que pidieron. Libros elegidos con cuidado, pensando en quiénes son y en quiénes pueden llegar a ser. Historias que no parpadean ni vibran, pero que pueden hacer volar la imaginación mucho más lejos que cualquier videojuego. Mundos completos que se construyen en la cabeza, personajes que acompañan en silencio, ideas que se quedan para siempre. Espero, de verdad lo espero, que esos libros les abran puertas internas que ninguna pantalla puede abrir.

También habrá algo que quizá hoy no les emociona tanto: dinero que irá directo a sus cuentas de Cetes Niño. Sí, lo sé, no suena muy navideño. No se toca, no hace ruido, no se presume. Pero es una semilla. Es una manera de decirles que el futuro también se construye con pequeñas decisiones, con paciencia, con visión de largo plazo.

Como experta en finanzas sé que el mejor regalo que puedo darles no siempre es el más vistoso, sino el que les enseñe a valorar el tiempo, el ahorro y la libertad que da no depender siempre de otros. Algún día, cuando sean mayores, cuando entiendan lo que significa tener un respaldo, espero que miren esas cuentas y sonrían, no por el monto, sino por lo que representan.

Ustedes ya no quieren juguetes, y eso, aunque me provoca nostalgia, también me llena de orgullo. Porque en lugar de pedir el último aparato tecnológico de moda, han aprendido a pedir libros y a aceptar que una parte de su regalo es algo que no se ve, pero crece. Eso no pasó por casualidad. Ha sido un camino lleno de conversaciones incómodas, de berrinches, de miradas de “mi mamá es la única que no me deja”. Ha sido cansado, y no les voy a mentir: muchas veces he dudado. Muchas veces me he preguntado si no estaré siendo demasiado estricta, si no los estaré aislando, si no les estaré quitando algo que todos los demás consideran normal.

Pero entonces los veo leer, los escucho hacer preguntas profundas, los veo aburrirse y luego inventar algo, los escucho contar historias, y se me pasa un poco el miedo. No todo, porque el miedo nunca se va del todo cuando amas así. Pero lo suficiente como para seguir firme. Porque amar no es dar todo lo que se pide, sino todo lo que se necesita, incluso cuando eso nos coloca en el lugar incómodo del adulto que pone límites.

Al más chico quiero decirle algo especial. Sé que te cuesta más. Sé que miras a tus amigos y sientes que te falta algo. Sé que a veces te enojas conmigo y piensas que no es justo. Y tienes derecho a sentirlo. Pero quiero que sepas que cada no que te doy viene cargado de un sí enorme: sí a tu imaginación, sí a tu seguridad, sí a tu tiempo, sí a tu futuro. No te estoy quitando nada; te estoy cuidando. Y aunque hoy no lo entiendas del todo, aunque hoy solo veas la diferencia, confío en que algún día verás el regalo completo.

Ser Santa Claus no es tan fácil como parece. No es solo envolver regalos. Es decidir, cargar con la duda, con la crítica ajena y con la propia. Es escuchar a otros padres decir “todos lo tienen” y sostener el “en esta casa no”. Es aceptar que nuestros hijos a veces nos vean como villanos, sabiendo que ese papel también forma parte del amor. Es pensar más allá de esta Navidad y de la siguiente, y apostar por personas íntegras, críticas, libres.

A ustedes, mis hijos, les digo gracias. Gracias por aguantar, por leer, por preguntar, por pedir libros, por aceptar que su Navidad no se parece a la de otros. Gracias por confiar, incluso cuando no están de acuerdo. Todo esto lo hago por amor. Un amor imperfecto, lleno de dudas, pero honesto. Un amor que prefiere proteger hoy, aunque incomode, antes que lamentar mañana.

Con criterio

Algún día, cuando el mundo digital sea parte inevitable de sus vidas, quiero que lleguen a él con criterio, con fortaleza, con la capacidad de elegir y de apagar. Quiero que sepan que su valor no depende de una pantalla, que su mente es suficiente, que su imaginación es poderosa. Mientras tanto, esta Navidad, les regalo tiempo, historias, semillas y límites. No porque no pueda darles más, sino porque creo, profundamente, que esto es lo mejor que puedo darles.

Y aunque sea difícil ir contracorriente, aunque a veces duela, seguiré haciéndolo. Porque ser mamá, para mí, es esto. Amar tanto que una es capaz de decir no, confiando en que algún día ese no se transforme en un gracias silencioso, profundo y verdadero.— Mérida, Yucatán

marisol.cen@kookayfinanzas.com

@kookayfinanzas

Profesora universitaria y consultora financiera

Noticias de Mérida, Yucatán, México y el Mundo, además de análisis y artículos editoriales, publicados en la edición impresa de Diario de Yucatán