Monseñor Gustavo Rodríguez Vega, arzobispo de Yucatán
“Elí, Elí, ¿lemá sabactaní?” (Mt 27, 46)
Muy queridos hermanos y hermanas, les saludo con el afecto de siempre y les deseo todo bien en el Señor en este Domingo de Ramos, el cual será histórico, porque en ningún lugar del mundo podrá haber la tradicional bendición de ramos y la procesión que nos recuerda la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén.
Sin embargo, aunque no haya esta procesión litúrgica, les he sugerido que en la puerta de su casa coloquen una rama o una palma, de las mismas plantas que tienen en su casa, y sepan que éstas quedan benditas por su intención de fe y la intención de fe de la Iglesia. Hoy, con los ojos de la fe, podemos ver a Jesús que entra en nuestra ciudad, en nuestro pueblo, en nuestra comisaría, y recorre las calles invitándonos a acompañarlo en el memorial de su muerte y resurrección: ¡Vayamos con él!
Es también el llamado Domingo de la Pasión del Señor, porque en la Eucaristía que sigamos por la televisión o por las redes sociales, vamos a escuchar, como hemos escuchado ahora, la proclamación de la Pasión de Jesús según san Mateo. Les invito a que la sigan con mucha atención, incluso a releerla para meditarla hoy mismo, o también del lunes al miércoles con mucho provecho.
En este largo pasaje leemos en primer lugar cómo celebró Jesús la Última Cena con sus doce discípulos; cómo dentro de ella instituyó el sacramento de la Eucaristía, ya que entregó su Cuerpo y su Sangre sacramentalmente en la mesa, antes de entregarlo físicamente en la cruz.
Antes anunció que uno de ellos lo iba a entregar, con lo cual daba oportunidad a Judas de que se arrepintiera, pero no lo hizo. Luego, antes de salir de ese lugar, también les anunció que todos lo iban a abandonar, y a Pedro le indicó que lo iba a negar, pero tanto éste como todos los demás dijeron que estaban dispuestos a morir con Jesús. La verdad es que creían tener más valor del que en realidad experimentaron. Y nosotros, ¿cuánto valor creemos tener? Solo a la hora de la prueba lo sabremos, aunque ya estamos atravesando por una gran prueba.
Posteriormente, Jesús se fue al Huerto de los Olivos con sus discípulos, aunque solo permitió que estuvieran cerca de él a Pedro, Santiago y Juan, mientras oraba pidiendo al Padre que, si fuera posible, le alejara ese cáliz de dolor. Los discípulos, en lugar de orar se durmieron, y fue por eso que les faltó valor para acompañar a Jesús en su Pasión.
Al final, Jesús les dice: “Duerman ya y descansen. He aquí que llega la hora y el Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los pecadores” (Mt 26, 45). El sueño y el descanso al que se refiere Jesús es nuestra tranquilidad, al saber que su hora, su entrega, nos trae la salvación.
En ese momento llegó Judas con una chusma numerosa con espadas y palos enviada por los sumos sacerdotes y ancianos para apresar a Jesús. Judas les había dado la señal de que aquel a quien saludara de beso, ese era a quien debían aprehender. A pesar de ese signo hipócrita del traidor, Jesús todavía llamó “amigo” a Judas. Ojalá nosotros tengamos la astucia de la serpiente para reconocer la hipocresía, así como la sencillez de la paloma para actuar siempre con autenticidad y sinceridad.
Uno de los discípulos alcanzó a cortar la oreja de un criado del Sumo Sacerdote, pero Jesús deteniendo la violencia, manifestó que con esto se cumplían las Escrituras. Entonces los discípulos lo abandonaron y huyeron.
Durante el injusto juicio, se cumplió la profecía de Jesús, de que Pedro lo negaría, y el canto del gallo hizo que Pedro se diera cuenta de esto, por lo que salió a llorar amargamente. Tengamos cuidado de pensar que nosotros nunca le fallaríamos a Jesús. Que nadie diga: “De esa agua yo no he de beber”, porque podemos hasta ahogarnos en esa agua del pecado.
Siguió el juicio ante Pilato, quien por cobardía no supo defender a Jesús, a pesar de que su mujer le advirtió que él era un hombre justo. Pilato tuvo la ocurrencia de que el pueblo eligiera a quién debía liberar por la Pascua, si a Jesús o a Barrabás, para luego lavarse las manos cuando pidieron a gritos la crucifixión de Jesús. Todavía hoy, ¡cuántos justos son condenados y cuántos culpables son liberados! La justicia humana, por corrupción o por ineptitud, suele ser muy injusta. Ojalá nosotros nunca nos lavemos las manos ante las injusticias.
Vino luego la pasión, crucifixión y muerte de Jesús en medio de tormentos atroces y de burlas despiadadas. Antes de morir Jesús exclamó: “Elí, Elí, ¿lemá sabactaní?, —Dios mío, Dios mío ¿por qué me has abandonado?—” (Mt 27, 46), que son las palabras con las que se inicia el Salmo 21 (22 en algunas biblias).
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