La muerte es un tabú para muchas personas. La gente no quiere siquiera que se nombre la palabra muerte, piensa que así se ignora esa realidad.
El Catecismo de la Iglesia Católica la define magistralmente: la muerte es el fin de la peregrinación terrena del hombre del tiempo de gracia y misericordia que Dios le ofrece para realizar su vida terrena según el designio divino y para decidir su último destino.
Cuando ha tenido fin “el único curso de nuestra vida terrena” (Lumen Gentium, n. 48) ya no volveremos a otras vidas terrenas. “Está establecido que los hombres mueran una sola vez (Hb 9, 27). No hay reencarnación después de la muerte”.
“Creemos firmemente, y así lo esperamos, que del mismo modo que Cristo ha resucitado verdaderamente de entre los muertos y que vive para siempre, igualmente los justos después de su muerte vivirán para siempre con Cristo resucitado y que Él los resucitará en el último día” (cfr. Jn 6, 39-40). Catic n. 989.
El sentido cristiano de la muerte, siguiendo el Catecismo, se puede resumir así:
a) La muerte es el final de la vida terrena.
b) La muerte entró en el mundo a consecuencia del pecado.
c) Por la muerte, el alma se separa del cuerpo, pero en la resurrección Dios devolverá la vida incorruptible a nuestro cuerpo trasformado, reuniéndolo con nuestra alma.
La mejor ofrenda para nuestros seres queridos que ya no están compartiendo con nosotros es nuestra oración, nuestra memoria llena de gratitud. Hay que elevar en este día una plegaria, si se puede participando de la Eucaristía mucho mejor.
¿Cómo afrontamos los católicos la muerte?
Con serenidad, con confianza. Para nosotros la muerte no es “nada del otro mundo”. Nos fijamos en Jesús cuando vio que su muerte se aproximaba y tratamos de tener sus mismas actitudes y su confianza en el Padre Dios: “Adelantándose unos pasos, se inclinó hasta el suelo, y oró diciendo: ‘Padre mío, si es posible, líbrame de esta copa de amargura; pero no se haga lo que yo quiero, sino lo que quieres tú’”. (Mateo 26, 39).
Hay que aprender a aceptar la muerte como algo que forma parte de la vida. Esto se logra poco a poco, fiándonos de Dios, poniendo en Él nuestra confianza. Los cristianos sabemos que todo no acaba con la muerte. Sabemos que el amor es más fuerte que la muerte.
Cuando muere una persona que queremos, nuestro amor hacia ella permanece intacto y, aunque pasen los años, el amor no muere nunca. Si hemos amado a Jesús con toda nuestra vida y con todo nuestro corazón, podemos decir con el apóstol San Pablo:
“Porque para mí la vida es Cristo, y la muerte ganancia. Pero si viviendo en este cuerpo puedo seguir trabajando para bien de la causa del Señor, entonces no sé qué escoger. Me es difícil decidirme por una de las dos cosas: por un lado, quisiera morir para ir a estar con Cristo, pues eso sería mucho mejor para mí; pero por otro lado es más necesario por causa de ustedes que siga viviendo” (Filipenses 1, 21-24).
Coordinador diocesano para la Pastoral de la Vida y Doctorando en Bioética.
