Pocas cosas causan tanto daño en las relaciones humanas como el chisme. El chisme no siempre es bien intencionado, generalmente es para causar malestar. Es precisamente del chisme, bien o mal intencionado, de lo que les quiero hablar hoy presentado en uno de los más famosos cuadros del gran pintor sevillano Diego de Velázquez: “La fragua de Vulcano”.
Este cuadro lo podemos ver hoy en el Museo del Prado de Madrid. Cada vez que voy a Madrid para mí visitar este maravilloso museo es tarea obligatoria y la sala que recibe cuadros de Velázquez forma parte del recorrido. En esta sala hay otros cuadros como “La rendición de Breda”, “Las hilanderas”, “La Venus del espejo”, “Cristo crucificado” y otros más, todos del gran Velázquez.
El cuadro de Velázquez del que les quiero hablar hoy se inspira, como en muchos otros de los pintores de aquellas épocas, en escenas de la mitología griega. Quiero recordarles que Vulcano era uno de los dioses de esta mitología encargado, fundamentalmente, de la producción de los rayos que en sus enojos mandaba Júpiter a la tierra. Por su parte, Apolo es uno de los dioses mayores, dios de la medicina, la belleza, las artes… y bastante chismocito.
La escena del cuadro “La fragua de Vulcano” ocurre en un espacio que en mucho se parece a un taller de herrero sevillano de las épocas de Velázquez iluminado por una luz cálida que cae desde la izquierda y se posa sobre los cuerpos casi desnudos y sudorosos de los ayudantes de Vulcano. Apolo acaba de entrar al taller, es el único vestido luciendo una túnica ligera, de un tono anaranjado. Apolo viene a dar una noticia, a denunciar un escándalo.
Vulcano, el dueño del taller, es el centro de la reacción. Su cuerpo se gira hacia el dios mensajero con una expresión a mitad de camino entre la incredulidad y la rabia contenida. Sus manos, acostumbradas al martillo y al yunque, se detienen en seco. En el rostro se adivina el temblor de quien no sabe si soltar una carcajada amarga o lanzarle el martillo al visitante. Su mirada busca en Apolo una confirmación, una explicación, todavía pensando que todo lo que acaba de escuchar es tan solo un error. Pero la serenidad del mensajero no deja lugar a dudas: Afrodita, su hermosa esposa, lo ha traicionado con Marte, el guapo y musculoso dios de la guerra. Por su parte, Vulcano es un hombre feo, incluso cojo, poniéndolo en desventaja física ante Marte.
A la derecha de Vulcano, los ayudantes, sus aprendices, quizá sus hijos, participan de la escena con una visible sorpresa en sus rostros. Uno de ellos, con el torso inclinado hacia adelante, abre la boca en gesto de asombro. Otro levanta las cejas y gira la cabeza, buscando la reacción de su maestro. Un tercero, al fondo, parece murmurar algo, como quien no puede resistirse a comentar el chisme recién escuchado. Gracias al poder del claroscuro, el cuadro de Velázquez ilumina una tragedia moral, un instante de humanidad de todos esos personajes, por divinos que sean. Debajo de toda esta armonía pictórica, Velázquez nos dice que los dioses no están exentos del chisme.
La fragua de Vulcano es también un cuadro sobre la humillación pública. Apolo no se limita a informar: entra al taller como quien difunde una noticia ya por todos conocida en el Olimpo. Afrodita la bella, la irresistible, se ha dejado seducir por Marte, el valiente, guapo y guerrero. El pobre Vulcano, dedicado a forjar armas para los mismos dioses y rayos para Júpiter, acaba de descubrir que su esposa estaba al servicio de otro. Lo paradójico de la escena es el hecho de que una armadura para el propio Marte estaba en preparación en ese momento, armadura que podemos ver en la esquina inferior derecha del cuadro.
La anécdota, contada por Ovidio en “Las Metamorfosis”, tenía un desenlace teatral: Vulcano, enfurecido, fabrica una red invisible para atrapar a los amantes en pleno acto y exhibirlos ante todos los dioses del Olimpo. Pero Velázquez detiene la historia antes del escándalo. Prefiere el momento de la revelación, cuando la palabra llega como corrosivo chisme.
El pintor nos muestra primero la ira y después una mezcla maligna: odio y tristeza, pero el aire es tan pesado que puede cortarse con un cuchillo. El fuego de la fragua se ha quedado suspendido. La ironía final es que, mientras Vulcano arde de celos, Apolo también ha sido víctima de amores imposibles. Tal vez por eso su gesto es tan compasivo. No hay burla en su mirada, sino una especie de melancolía que Velázquez supo reflejar con maestría. Es el rostro del que sabe que los dioses también sufren, que el amor, incluso en el Olimpo, puede ser cruel y caprichoso.
A través de esta escena mitológica, Velázquez retrata no solo a los dioses, sino a los hombres que los imaginan. “La fragua de Vulcano” se convierte en el lugar en el que todos son sorprendidos haciendo el maestro que el chisme del Olimpo se convierta en una lección de humanidad.
Ya lo sabe amable lector. Los dioses, a pesar de todo su poder y su grandeza, también sufren los mismos sentimientos, dolores, amores y desprecios que el menor de los humanos. Y ahora mi consejo: se tiene la posibilidad de viajar a Madrid sepa que El Prado es una visita obligatoria. Aquí le esperan grandes obras de la pintura y la escultura mundial y no solo “La fragua de Vulcano” con su gran lección del dolor humano.
Traductor, intérprete y filólogo.
