(Editorial publicado el 16 de enero de 2000)
Ni es grata ni fácil la tarea de expresar nuestras impresiones sobre el significado del caso Medina Abaham y la fotografía de grupo que le ha tomado a la sociedad yucateca que entra en el año 2000.
Sobresalen la puerta cerrada y el oído sordo que encontró en nuestras instituciones, con una que otra excepción, la solicitud de apoyo que nos hizo Armando Medina Millet en su lucha para que las autoridades respetaran la ley y sus derechos a defenderse en el juicio por la muerte de su esposa Flora Ileana Abraham Mafud.
¿Obramos bien al no hacer caso de esa petición que recibimos en momentos en que la opinión pública podía influir en el curso del proceso? Si la sentencia condena a este acusado, ¿estará firmada también por nosotros? La palabra de Juan Pablo II nos acaba de dar una base para juzgar nuestro comportamiento comunitario en el caso Medina Abraham. En su catequesis sobre los desafíos a que se enfrentará la sociedad en el nuevo siglo, el Papa subraya que el principal compromiso del cristiano en la vida pública es su solidaridad en la defensa de la libertad y la justicia, a fin de imponer -usó el término IMPONER- el respeto a los derechos del hombre, porque son el sustento de todas las leyes de la convivencia social.
Es la invitación, la exhortación final del siglo XX que nos dirigió el Papa con su experiencia de 21 años contemplando la conducta humana desde el observatorio del pontificado. La publicamos, en texto íntegro, en nuestra edición del 31 de diciembre de 1999.
Nos parece que en el caso Medina Abraham no hemos seguido a la voz del Pastor y al no hacerlo ponemos en evidencia los síntomas de una anemia social que conduce a la indefensión.
No dudamos que haya voces más autorizadas que la nuestra, mucho más, cuya opinión en este asunto sea más valiosa. Han preferido callar y, a nuestro juicio, privar a los yucatecos, sobre todo a los jóvenes, de una orientación, de una educación pública que tiene bastante qué ver con el rumbo que darán mañana a la dirección social que ejerzan.
¿Qué debemos hacer con un ciudadano, con un cristiano, con un prójimo que durante cuatro años pide nuestra ayuda porque las autoridades que lo juzgan no le permiten defenderse y nos llena los ojos con pruebas de que sus quejas son fundadas? Sabemos de algunas respuestas o reacciones. “¿El caso Medina Abraham? Por favor, ya basta, ¿no?”… “Yo ya ni lo leo”… “Es un pleito de dos familias”… “¿Por qué voy a defender a una persona que tal vez sea un asesino?”… “¿Quién soy yo para opinar si es suicidio u homicidio?”… “No te metas, vas a fomentar la división en la sociedad”… “Ya, que dejen descansar a esa infortunada joven”… “Todos son hijos de Dios. No debemos hacer nada que aleje a alguien de la Iglesia”… “¿Por qué insiste el `Diario’? ¿No tiene otra cosa qué publicar? ¿Qué pretende?”
Para este periódico no se trata de un problema de Medina y Abraham. Tampoco es asunto nuestro decidir si es suicidio u homicidio. Nuestra misión está marcada por nuestro fundador: luchar en todos los campos, el tiempo que sea necesario, por todos los medios legales a nuestro alcance, en defensa de la verdad y la justicia, la ley y los derechos humanos. Esta es nuestra honrada intención.
¿Qué deben hacer los abogados, los médicos, los empresarios, los sacerdotes, los dirigentes de agrupaciones piadosas, los directivos de las cámaras? ¿Deben lavarse las manos y dejar que las autoridades acusadas resuelvan sobre la acusación? Para estos casos alguien acuñó alguna vez aquella frase: “Dejar a la Iglesia en manos de Lutero”.
La realidad es que en el caso Medina Abraham los dirigentes sociales y religiosos de la vida pública yucateca, como si obedecieran a una consigna, dejaron a la sociedad en el seno de una desorientación que corre paralela a la confusión. El peligro de salir de una para caer en la otra es inminente.
¿Qué hay en el fondo de esta aparente renuncia a la función de dirigir, de esta renuencia individual o colectiva a comprometerse en una defensa pública de la ley y los derechos humanos? Podemos hablar de apatía, indiferencia, conveniencia económica, comodidad, miedo, egoísmo. Se ha mencionado la amistad. Ese inquietante concepto de la amistad: no puedo intervenir, que todos son mis amigos.
Estamos llegando a pantanosos territorios de neutralidad en la confrontación pública de la verdad y la mentira. Aunque la confrontación se me meta por los ojos y los oídos durante cuatro años. La postura de los tres simios orientales -no veo, no oigo, no hablo- es la regla de oro de la convivencia social. Hay que sentirse a gusto en la mesa de la víctima, pero también en la mesa del victimario. Quien dice la verdad merece nuestro aprecio, si no nos estorba. Quien miente es digno de nuestro halago, si tiene dinero y poder. Tomar partido es un pecado social. Las convicciones y los principios salen al mercado, mientras la juventud, atenta, nos mira desde el palco de la educación.
¿Habrá quien piense que este concepto de la imparcialidad, este arrinconamiento de la sanción social entre las vejeces jubiladas, nos puede hacer caer, en cualquier momento, en una irresponsabilidad que ponga al frente de nuestras instituciones al dirigente sin escrúpulos, que no busque servir a la sociedad sino explotarla, o exprimirla, aunque haya que retorcer las normas esenciales de la vida social o solidarizarse con las autoridades que ponen las leyes a su servicio con lujo de gala y ostentación? Las instituciones del sector privado son un muro de contención que impiden el desbordamiento del gobierno. Tienen, entre otros fines de salud social, mantener un equilibrio de fuerzas en que la autoridad, porque se siente observada y juzgada, sabe que la llamarán a cuentas si se aparta del camino recto. Cuando los dirigentes de esas instituciones se convierten en incondicionales de la autoridad; cuando son su escolta protectora, en vez de compañía vigilante; cuando son prontos y profusos en el elogio a los aciertos oficiales, pero cómplices silencios de sus desaciertos, aquel equilibrio se rompe y la sociedad queda al garete, sin pilotos, a merced de la impunidad de los actos que la lastimen y ofendan.
La anemia cívica es contagiosa. La falta de uso va atrofiando los músculos motores de la voluntad de luchar. Entra en receso indefinido, por falta de ejercicio, el derecho a disentir. Se empieza a opinar en voz baja, porque nos asusta pensar en voz alta. Son los síntomas de la indefensión social.
El caso Medina Abraham puede ser el mascarón de proa de una nave en peligro de quedarse a la deriva, que necesita un cambio de rumbo que le den, desde el puente de mando, dirigentes que no vean sólo el árbol de su gremio sino también el bosque del bien común.
En la fotografía de grupo que el caso Medina Abraham toma a la sociedad yucateca que entra en los años 2000 hay lugares vacíos que deben ocupar los líderes que practiquen y defiendan con la palabra y el ejemplo, dónde y cuando sea necesario defenderlos, la verdad, la justicia, la solidaridad en la defensa de los derechos humanos que nos popone Juan Pablo II como principal compromiso del cristiano en el nuevo siglo.
El relato de nuestras impresiones no ha sido fácil ni grato. Esperamos que pueda rendir, en todo o en parte, algún bien social. Desde luego, nuestras columnas están abiertas a la discrepancia y la rectificación del juicio o la opinión infundados. En el caso Medina Abraham, como en todas sus informaciones y editoriales, Diario de Yucatán no tiene otro compromiso que la búsqueda de la verdad.
