(Artículo publicado el 1 de julio de 2009)
Cuando una encuesta de la opinión pública se hace con criterio imparcial y apego a las normas diseñadas para certificar su validez e infundir confianza, esa encuesta debe ser, en los procesos electorales, un estímulo al voto, al ejercicio de este derecho constitucional que es también un deber cívico.
La experiencia enseña que las encuestas con mayor nivel de credibilidad son aquellas en las que los candidatos de la oposición están al frente. Es lógico suponer que el ciudadano dispuesto a decir que no votará por los oficiales no se ha dejado intimidar o comprar por la maquinaria de coacción física y económica que el gobierno tiene a mano.
El presupuesto, la burocracia, los sindicatos y la fuerza pública, representada por las policías, no suelen estar al servicio de la oposición, de manera que cualquier manifestación favorable a sus candidatos refleja necesariamente un grado alto de libertad de expresión y, por lo tanto, de veracidad.
No podemos atribuir el mismo significado a las encuestas que favorecen a los candidatos del partido en el poder. Por imparcial que sea el criterio que la dirija, su grado de validez disminuye. Siempre estará en duda si el ciudadano dijo la verdad o mintió sobre sus intenciones de voto por interés monetario o por miedo.
Miedo a revelar lo que se piensa porque teme que la declaración franca lo exponga a la hostilidad de las autoridades, las agresiones a su seguridad personal o familiar y la pérdida del empleo o las prebendas, canonjías, privilegios y otras ventajas que los representantes del gobierno en turno con frecuencia ofrecen a sus partidarios durante la campaña electoral.
Hablamos de un temor que fue evidente, palpable en Yucatán durante las décadas finales de los mil novecientos. Temor que prácticamente se había desvanecido en los años iniciales de los dos mil. Temor que, según extendidas impresiones, está creciendo de nuevo en el Estado con rapidez e intensidad más notorias en las poblaciones donde la humildad, ignorancia o pobreza, aunadas muchas veces a su lejanía de Mérida, convierten a sus habitantes en carne de cañón para las farsas electorales.
Hay, pues, razones fundadas para acoger con reservas los sondeos que asignan la delantera a los candidatos del gobierno. Reservas que cobran importancia cuando es alto el porcentaje de “indecisos”: personas que por alguna circunstancia no informan a los encuestadores por quién se inclinan a votar.
Continuamos el análisis con una opinión. Las encuestas que dejan atrás a los candidatos de nuestras simpatías; las encuestas que ponen por delante a los candidatos que representan ideologías y sistemas de gobierno con los que no estamos a gusto ni de acuerdo; esas encuestas no deben ser ocasión de desaliento sino de incentivo. Deben ser un estímulo a sostener con el voto los puntos de vista que a nuestro juicio son los que cuadran mejor o menos mal con el bien común. Un acicate para defendernos con el sufragio de políticos y políticas que consideramos peligrosos para la manera de vivir a la que aspiramos.
Además de las encuestas, es conveniente contar con otro buen guía del voto: una comparación de lo que vimos y oímos en la campaña para constatar si los candidatos y los partidos hacen o han hecho lo que dicen. Para medir y pesar las seguridades que ofrecen de que reconocen sus errores del pasado, si los hubo, como prueba de su intención de rectificarlos. Seguridades también de que se proponen refrendar e incluso mejorar los méritos y aciertos de su trayectoria.
Una recomendación final: la lectura, en otro lugar de esta edición del “Diario”, de las opiniones de los obispos de Honduras sobre las causas de la tormenta política que azota al país. La principal es el ciudadano que por apatía, indiferencia o irresponsabilidad se abstiene de cumplir sus deberes. Una abstención cotizada como riesgo grave para la paz, el orden y la democracia, porque niega la colaboración solidaria en la tarea común de tener un gobierno que promueve y protege la vigencia de los derechos humanos y las garantías individuales consagradas por las leyes.— Mérida, Yucatán
