(Artículo publicado el 23 de junio de 2009)

Recogemos unas declaraciones del presidente estatal del PRI que marcan en el itinerario hacia el voto una escala recomendable pero poco visitada hasta ahora.

En un comentario a denuncias panistas que atribuyen a la jefa del Ejecutivo intervenciones ilícitas en las actividades electorales, Mauricio Sahuí Rivero incluye esta observación: “Es cierto que está la foto de la gobernadora en los autobuses y en la campaña, pero eso lo hacemos como partido: el PRI destaca la buena labor de Ivonne Ortega como los panistas resaltan el trabajo del presidente del país”.

Suscribimos este punto de vista porque creemos que los gobiernos deben tener en las campañas electorales una influencia comparable a la de partidos y candidatos. En la experiencia y su aval, la historia, buscamos y encontramos apoyo a una opinión que no es nuestra nada más.

No dudamos que la personalidad de Barak Obama haya sido un factor de peso en su trayectoria hasta la Casa Blanca, pero una de las bases de su victoria fue la referencia constante a la actuación de su antecesor, George Bush.

Los escándalos de los políticos laboristas son otro ejemplo. El diputado que costeaba servicios domésticos con fondos públicos y la ministra del gabinete que alquilaba películas pornográficas para verlas en el secreto de su recámara, entre otros casos de corrupción, hundieron al primer ministro Gordon Brown en un descalabro que lo ha puesto en trance de dimisión. Su partido, el laborista, cayó al tercer lugar en recientes elecciones.

El partido de Silvio Berlusconi no fue vencido en los comicios parlamentarios italianos, pero sus travesuras eróticas y el uso de bienes oficiales para procurárselas le costaron a su partido más de una tercera parte de su votación anterior y lo acercaron a una derrota futura.

En los tres países, Estados Unidos, Gran Bretaña e Italia, la oposición ejerció el derecho que le asiste a dar a la ejecutoria del gobierno un lugar preferente en la campaña electoral.

Tanto o más que una prerrogativa, el análisis y glosa del trabajo de los gobernantes es un deber que la oposición y las instituciones rectoras de la sociedad cumplen sin falta en los pueblos donde la democracia se ejercita al pie de la letra. Donde la democracia es en manos de los electores un instrumento eficaz para premiar o castigar, promover o cancelar los actos del gobierno según los juzgue el criterio bien informado del ciudadano.

Es natural que así sea. Sobre todo en los sistemas políticos hispanoamericanos, es muy alta la probabilidad de que los candidatos del partido en el poder hagan mañana, si ganan, lo mismo que el gobierno hace hoy. Su libertad para señalar errores del régimen oficial es tan restringida como su capacidad para rectificarlos una vez que lleguen al puesto público al que aspiran.

Está clara, pues, la conveniencia de que las características del gobierno yucateco que han invitado a la discusión sean tema de debate abierto en la campaña por las diputaciones federales en nuestros cinco distritos. Tema en el que arrastramos un retraso considerable. Debate que debe incluir las polémicas que han punteado los procedimientos de la administración pública.

Polémicas como las desatadas por el costo de la reparación del avión, la preferencia al Hospital O’Horán sobre el de Alta Especialidad, las intervenciones de la Procuraduría en sonados sucesos, la utilidad de los viajes de Ivonne Ortega y los caudales destinados a la proyección de su imagen, la reactivación de la política clientelar del obsequio, el trato a los conflictos municipales, los sobregiros en el presupuesto sin la venia del Congreso, el pago oportuno a los proveedores, la injerencia de Palacio en territorios electorales, las garantías a la discrepancia en los sectores oficialistas, la oportunidad y suficiencia en la atención a las quejas y la respuesta a la crítica, la vigencia de la ley en el comportamiento de las autoridades…

La aceptación informada de la manera de gobernar de la señora Ortega debe conducir a un voto razonado por los candidatos del PRI. De no ser así, el bien común exige un voto por la oposición. Este es el momento de opinar que la manifestación menos provechosa de disgusto con la oferta electoral es el llamado voto blanco o nulo. La experiencia, avalada por la historia, demuestra que este voto suele beneficiar al partido en el poder, que tiene la fuerza física y económica para coaccionar a la burocracia y los sindicatos. Se podría justificar al voto anulado como una muestra de repudio al candidato de un partido único, pero aún así se corre el riesgo de que el gobierno imposicionista, soslayando el sentido del voto, se atenga sólo a la cantidad para presentar la concurrencia a las urnas como una señal de aprobación. — Mérida, Yucatán.

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