(Primera Columna publicada el 24 de diciembre de 2011)
—Cuando te dicen “Feliz Navidad”, ¿no sientes un dejo de soledad, surcado de añoranza y de recuerdos de tu patria lejana? —pregunta César Pompeyo a Vittorio Zerbbera en la banca de costumbre del parque de San Juan.
Trotamundos por vocación y profesión, pues sus estudios e investigaciones sobre la mafia lo llevan de un lado a otro, don Vittorio ha pasado las fiestas decembrinas en lugares muy diversos del planeta.
—Donde haya estado y donde esté, César, nunca me he sentido solo en el sentido que usted dice. Entendida como una pausa para leer, reflexionar, oír música o dialogar contigo mismo para conocer quién eres, la soledad, a mi manera de ver, es un bien inestimable. La otra soledad, donde estás en medio de una compañía a la que sientes que no le perteneces, la soledad que te pone el alma a punto de estar vacía de sentimientos reconfortantes o repleta de ausencias incurables, esa soledad, nunca la he sentido, por distante que esté de mi tierra.
—Me explicaré. En Europa, en América, en todos los continentes que he tenido que visitar, puedo sentirme acompañado cuando entro en una iglesia. La iglesia es el hogar del viajero, la patria de todos. Como en los templos de mi país, en las iglesias de Venecia, de Nairobi, de Cuzco, de Sydney, Dios me está esperando, pendiente de mí. Tengo ahí, muy cerca, lo mismo que allá lejos: el altar, el sagrario, la imagen de la Virgen María. En mis viajes, César, cuando entro en una iglesia me siento en casa.
—¿Y cómo te vistes, Vittorio, para recibir al Niño Dios, para ir a la misa del gallo, para sentarte a la cena de medianoche donde te inviten? ¿Llevas un traje nuevo, como las mujeres de aquí que sobregiran su presupuesto, exhausto ya por la compras navideñas, para estrenar atuendo en Nochebuena, vista como una ocasión para estar elegante y presumir que estamos al último grito de la moda?
—En Navidad, César, siempre me pongo el mismo traje. Me refiero al traje del alma. Lo estrené en mi primera comunión y se ha ido estirando conmigo. Está confeccionado con la tela de las virtudes que me enseñaron de niño en la doctrina. La tela de los ejemplos que me dieron mis padres. La tela de los sentimientos generosos y las ideas nobles que le he ido cosiendo a mi paso por las escuelas, en mis ratos en las iglesias, en las horas con mi familia, en los días con los amigos, en los azares de la vida.
—Un traje, César, zurcido de remiendos, de parches a que me han obligado a enhebrar sobre la marcha las veces numerosas que me he apartado de mis principios y deberes, que he descosido o roto el paño moral de que está forrado este traje entretejido de regresos de la debilidad, retornos de las abdicaciones y de las terapias intensivas por los accidentes e incidentes que quebrantaron mi voluntad.
—Es el traje cruzado de cicatrices —valga la metáfora— y condecorado de medallas que me pongo cada Nochebuena para sostener un encuentro conmigo y tener presente lo que puedo dar. Me pongo este traje viejo para estrenar otra vez sus mangas abiertas a la amistad, a la simpatía, a la solidaridad con cualquiera que me estreche la mano y me extienda los brazos para decirme “¡Feliz Navidad!”.
—En esa felicidad, que me hace feliz con los regalos que hago de mis mejores deseos; en esa felicidad que nada más depende de mí, que me acompaña donde quiera que esté; en esa felicidad, César, nunca estoy solo: siempre me siento en casa.
César Pompeyo no tiene ese traje viejo para estrenar esta noche en la misa del gallo y la cena de Nochebuena, pero recolecta las impresiones cordiales que ha cosechado en su plática decembrina con Vittorio Zerbbera, las reúne en un ramillete y le ruega al lector que las acepte con su sentido saludo de ¡Feliz Navidad!— Mérida, Yucatán, 24 de diciembre de 2011.
