(Primera Columna publicada el 26 de diciembre de 2011)

César Pompeyo no quiere que se vaya diciembre sin pagar la deuda de emoción que, cuando residía en Chicago, trabajando en una fábrica, contrajo con Franz Liszt. Le urge pagar porque en 2011 se ha cumplido el bicentenario del nacimiento del pianista, compositor y director de orquesta que fue el campeón de la música en el siglo 19 y el inventor de una técnica para tocar el piano que ha trascendido hasta hoy.

Pompeyo fue al cine a ver “Robin Hood”, en filme actuado por Richard Todd, y antes de la película se proyectó un documental con el vuelo de los flamencos, las garzas y otras aves, armonizado o, mejor, sintonizado o sinfonizado con una música de fondo que le dejó una estela de sentimientos inéditos como pasados por champaña, sin que se escapara del alma una burbuja. Sorpresa inolvidable.

Andando el tiempo supo que era la “Rapsodia húngara” de Liszt. En realidad son 19 las rapsodias, con trasuntos folclóricos de los zíngaros (los gitanos de Hungría), pero la más famosa es la número dos. Compuesta en 1847, tiene popularidad extraordinaria por dos razones. Una, brinda al pianista una ocasión propicia para lucir sus facultades. La otra es que atrae al público como un imán en sus dos tiempos, coronados con un incendio de ritmos que ha sido muy explotado por la música popular.

Pompeyo la ha disfrutado dos veces más en el cine. En un cartón cómico, “El concierto del gato”, protagonizado por Tom y Jerry.

El felino interpreta la rapsodia, pero cada vez que la termina debe volver a empezar, exhausto y desvestido de un frac ya en jirones, porque el ratón, escondido dentro del piano, continúa tocando las cuerdas. La Academia los premió con un Oscar.

En “Si yo fuera diputado”, Cantinflas, vestido de etiqueta, perseguido por la policía que lo espera en las entradas al escenario, no tiene más remedio que suplantar al director y, con el estilo genial que lo caracterizaba, conducir a la Orquesta Filarmónica de México en una rendición magistral de la rapsodia.

Nacido en Weimar (hoy Alemania) en la noche del 21 al 22 de octubre de 1811; muerto en Bayereuth (Alemania también) el uno de agosto de 1886 y sepultado cerca de la tumba de su yerno y gran amigo Ricardo Wagner, el señor Liszt es también el autor de una pieza que han musicado los ensueños de quinceañeras y novias: el “Sueño de amor”.

Son tres los “sueños” de Liszt. Tres nocturnos sobre el amor. El amor religioso, el erótico y el incondicional. El tercero es el que tres cuartos del mundo ha oído en misas de quince años, o de boda, y en recitales de graduación.

Liszt fue el inventor de la idea del recital: “Tomaba prestado un tema literario para indicar que un programa de piano no debe ser sólo una colección interesante de piezas sino también un ensayo musical con un asunto o una narración”.

Inventor también del “poema sinfónico” —compuso trece—, fue un innovador y revolucionario colosal. Otro íntimo amigo suyo, Federico Chopin, decía que Liszt era el primer pianista del mundo y que nadie podría igualarle. Tuvo razón. Lo reconocieron contemporáneos suyos como Chopin, Antón Rubinstein, Ignacio Paderewski, Roberto Schumann, su esposa Clara y Segismundo Thalbert, todos considerados “Los monstruos del piano” junto con Sergio Rachmaninoff y otras manos consagradas.

Es casi unánime en la crítica actual que ha sido el mejor pianista de todos los tiempos. “El único”. La historia del piano se divide en mitades: antes y después de Liszt.

Lo aclamaron y mimaron los literatos y artistas insignes, las casas reales de un siglo de hombres y mujeres inmortales. En el cuadro de Joseph Danhauser lo vemos en concierto, frente a un busto del sordo de Bonn, rodeado de Alejandro Dumás (padre), George Sand, Víctor Hugo, Paderewski, Paganini, Rossini y su amante en turno, la condesa de Agoult.

Más que como compositor y maestro del piano, con una hoja de 400 discípulos distinguidos, Liszt descuella, sobre todo, como el hombre de personalidad poliédrica que es el gran romántico universal. El romanticismo es él.

En su vida de pianista incomparable, excéntrico famoso y tenorio de mil y una aventuras tuvo una clientela de fanáticos fervientes, sobre todo entre las mujeres, que ya hubieran querido tener, todos juntos, figuras de hoy y el ayer cercano como Frank Sinatra, Elvis Presley, Rafael, Julio Iglesias, Ricky Martin y Justin Bieber.

“Trueno, rayos, mesmerismo y sexo” titula Harold Schonberg, cronista musical de “The New York Times”, la semblanza que le dedica en su libro “Los grandes pianistas”.

Nada de esto sabía Pompeyo cuando, en un cine de Chicago, se encontró por primera vez con Franz Liszt sin saber quién era. Ahora sabe más, como nos proponemos ver otro día.— Mérida, 26 de diciembre de 2011.

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