La Sagrada Familia
La Sagrada Familia

El oficio de incordiar

José Rafael Ruz Villamil (*)

La tradición cristiana ha privilegiado como fuentes del contexto familiar de Jesús de Nazaret los evangelios de la infancia —los dos primeros capítulos de los evangelios de Mateo y Lucas, respectivamente—. Estos textos no dejan de ser, de algún modo, complementarios a lo que viene a ser el cuerpo en sí de estos evangelios; y es que, siendo Marcos el más antiguo de los sinópticos y fuente de Lucas y Mateo, no conoce relato alguno referente a la infancia de Jesús, aunque guarda datos valiosísimos en relación con su vida familiar.

Es cierto que, según Mateo, Jesús —y su familia nuclear— se ve envuelto desde su nacimiento en un conflicto de índole política que lo lleva al exilio en Egipto para huir de los intereses del poder; y que, según Lucas, la familia de Jesús aparece como sometida al expolio de Roma en cuanto que se trasladan de Nazaret a Belén para cumplir el requisito de un censo en función de la recaudación de impuestos al servicio del Imperio. Con todo, Marcos viene a matizar la idea de familia nuclear del Galileo cuando recuerda, en su capítulo 3, una intentona familiar de acabar con el recién iniciado ministerio de Jesús: “Vuelve a casa. Se aglomera otra vez la muchedumbre de modo que no podían comer. Se enteraron sus parientes y fueron a hacerse cargo de él, pues decían: ‘Está fuera de sí’”.

Y es que los parientes de Jesús no podían considéralo de otro modo: habría que estar loco para, desafiando el código de honor y vergüenza que rige las sociedades de entonces, cambiar de oficio en plena adultez y, correlativamente, abandonar la posición ya obtenida en el medio social: dejar lo que venía a ser el respetable y no mal remunerado trabajo de tékton —trabajador manual de la piedra, la madera, la construcción y más— por la vida de un predicador carismático itinerante —entendiendo por carismático a quien no pertenece ni está supeditado a institución religiosa alguna—, resulta ser una vergüenza que, dado el concepto entonces vigente de familia no sólo afecta a Jesús, sino a toda su parentela.

En este punto vale apuntar que todo indica que el contexto familiar de Jesús no es tanto nuclear —padre, madre e hijos— como extenso, o sea incluyente de varios grados de parentesco, mismos que se diluyen dado que las familias del medio rural de la Galilea del primer tercio del siglo I suelen vivir en casas compuestas de varias dependencias para cada una de las familias nucleares, construidas en torno a un patio común donde se comparte la cocina, el espacio para estar en el que los niños —todos— juegan y conviven como, literalmente, hermanos adquiriendo, de este modo, los derechos morales de un hermano consanguíneo. De ahí la autoridad que los parientes de Jesús pretenden tener en relación con él para, fracasado el primer intento de volverlo a la cordura, reincidir luego en una especie de chantaje con María, su madre, de por medio: “Llegan su madre y sus hermanos y, quedándose fuera, le envían a llamar. Estaba mucha gente sentada a su alrededor. Le dicen: ‘¡Oye!, tu madre, tus hermanos y tus hermanas están fuera y te buscan’. Él les responde: ‘¿Quién es mi madre y mis hermanos?’. Y mirando en torno a los que estaban sentados en corro, a su alrededor, dice: ‘Éstos son mi madre y mis hermanos. Quien cumpla la voluntad de Dios, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre’”.

Es, pues, esta presión familiar lo que empuja al Galileo a optar por una familia subrogada —esto es, una familia alternativa y supletoria de aquélla biológica— que él mismo construye a partir de vínculos más fuertes que el mero parentesco: a partir de Jesús de Nazaret el nexo que une a los discípulos entre sí y con Maestro es —por encima del mismísimo vínculo familiar— la causa del Reino de Dios.

Quizá nunca se haya hablado y escrito tanto de la familia como ahora —particularmente por ancianos célibes por decisión propia—, con una cierta tendencia a someterla a ideales mistificados. Ante esto, una mirada atenta y crítica a la familia de Jesús de Nazaret bien puede resultar sugerentemente inspiradora en cuanto que en ésta se perciben las diferencias naturales de las individualidades, pero sobre todo las soluciones —radicales, a veces— a los conflictos: tal vez una causa común, como en el caso del Maestro, resulte más vinculante que los sentimientos, la sangre, el apellido o el patrimonio.— Mérida, Yucatán.

ruzvillamil@gmail.com

Presbítero católico