Cada vez que doy por concluida la clase me tomo unos minutos antes de abandonar el salón. Cierro la computadora, la desconecto del sistema de proyección digital y acomodo plumones, libros o cualquier otra herramienta de trabajo que haya puesto sobre la mesa. Son minutos ansiosos: dilato, me comporto como lo hace una persona que se va pero no quiere irse, y en silencio espero que alguien me detenga.
Nadie lo hace, las alumnas me dejan ir. Se desconectan de mí con la misma velocidad con la que la pantalla pasa de blanco a negro al apagar el proyector. Nadie guarda inquietudes, ninguna tiene preguntas o quiere hacer comentarios adicionales sobre los temas que tratamos, por lo menos no en ese momento. Están ansiosas por pasar a otros pendientes, exámenes, entregas. A mí, la ansiedad me domina.
Hemos disfrutado las clases, ellas y yo, estoy convencida, y son jóvenes atentas y participativas, pero las preguntas que me hago continúan siendo las mismas desde el comienzo: ¿Cómo saber si las palabras, las reflexiones, las lecturas impactarán para bien el futuro de estas mujeres? ¿Cómo saber si alcanzan a comprender la complejidad del entorno en el cual les tocará, muy pronto, dejar las aulas? ¿Cómo saber si lograrán influir de manera positiva y con responsabilidad social en el medio en que se desenvuelven? ¿Cómo adivinar si después del curso entenderán un poco mejor la necesidad de mirar más allá de su entorno inmediato, de dar uno o dos pasos fuera de su círculo, de romper la inercia que las mantiene preocupadas por sus propios asuntos?
Desde que comencé a impartir la materia, pensé que tres horas semanales al hilo eran un reto en cuanto a mantener la atención del grupo. Decidí recurrir al esquema de clases que en la carrera de Periodismo, a principios de los 90, me mantuvo interesada en todas y cada una de las sesiones que impartía mi admirada Nancy Walker. La materia se llamaba “Geografía Económica y Política”, y lo que representaba era un esmerado análisis de la realidad. Muy fiel a su estilo, Nancy señalaba un lugar en el mapa y aderezaba la problemática actual con el contexto histórico, económico y social del territorio en cuestión. Hace poco me dijo que no recordaba exactamente esta dinámica, pero a mí no se me olvidó jamás.
Así que, todos los miércoles, además de repasar conceptos básicos de las “Relaciones Públicas”, las insto a leer las noticias, a presentarlas en clase. Juntas desmenuzamos, hasta donde se puede, el origen de los problemas y sus probables consecuencias.
Me preocupa también que conozcan la estructura del gobierno democrático, del sistema partidista en el que viven, de sus tambaleos. Que sepan de la influencia del crimen organizado, y del papel que la violencia y la corrupción juegan en el rumbo de nuestro país. De los crímenes que se cometen desde un estado omiso e indolente, de las cortinas de humo que se nos tienden todos los días para distraer nuestra atención de lo que realmente importa, o de lo que de verdad impacta en nuestra vida. Repasamos también la relación entre México y Estados Unidos, y en cuanto a las guerras que a veces sentimos tan lejanas, pero que están marcando de forma devastadora la historia de nuestros días. ¿Cómo puedo transmitirles lo que me ha tomado décadas aprender y aún no comprendo? ¿Cómo puedo despertar en estas mentes el sentido de urgencia ante lo que acontece fuera de los muros de la universidad?
Me parece que la educación en materia política, económica, medioambientalista y de organización social debería ser parte de la currícula académica de todas las carreras en todas las universidades: estructura del gobierno mexicano, análisis de la realidad actual, crisis de Derechos Humanos y otras problemáticas contemporáneas. Pienso que no son temas de los que deban conocer sólo quienes estudian Derecho, Recursos Naturales o Ciencias Políticas, sino de los que todo ciudadano debería tener al menos conocimientos elementales.
Termino de guardar mis cosas y me encamino hacia la puerta del salón con un solo deseo: que incluso si en ese momento la clase concluye de forma definitiva, algo de lo discutido permanezca vivo y fresco en sus mentes; que las mueva a indagar, a aprender y a participar un poco más en la vida social de su ciudad, estado o país. Que esas despedidas no sean cierres, sino comienzos.— Mérida, Yucatán
Licenciada en Periodismo y maestra en Relaciones Públicas; exfuncionaria del Ayuntamiento de Mérida y del gobierno del estado
