Marisol Cen Caamal 2025

Cada quincena, cuando Martha recibe su nómina, le duele comprobar lo que significa ser formal en este país. Su sueldo bruto, por encima de la media que se gana en Yucatán, es de 20,000 pesos al mes, pero al revisar su recibo observa descuentos de 630 pesos por su aportación al IMSS, y 2,604 por ISR. Son 3,234 pesos que desaparecen de su salario cada mes sin que pueda hacer nada. Los 16,766 pesos netos que le quedan después de impuestos serán el dinero con el que deberá pagar vivienda, alimentación, transporte, servicios y, si acaso, ahorrar un poco.

Y mientras a Martha le duelen sus descuentos, rara vez piensa en el esfuerzo que hace su patrón que mensualmente aporta, además, 3,730 pesos sobre su sueldo, destinados a IMSS, Infonavit e impuestos sobre nómina por tenerla como empleada formal. Entre ella y su patrón, suman 6,964 pesos al mes que se destinan al funcionamiento del Estado y a la seguridad social, reflejo del costo real de ser un trabajador formal.

Los asalariados son los contribuyentes cautivos perfectos. Martha, como millones de trabajadores en México, representa exactamente eso. No existe sector más cumplido que el de los asalariados; no hay contribuyente más “perfecto”. No evaden, no ocultan ingresos, no posponen pagos. No reciben cartas invitación ni auditorías porque no son necesarias: el dinero se descuenta automáticamente. Antes de que llegue a sus manos, el Estado ya ha tomado lo suyo. Religiosamente, quincena tras quincena, cumplen con un sistema que, paradójicamente, les devuelve muy poco.

Se supone que cada peso que los asalariados aportan tiene un propósito: garantizar acceso a derechos fundamentales como la salud, la educación y la vivienda. Pero la realidad pone en evidencia una profunda contradicción: mientras los trabajadores cumplen con su parte, el retorno que reciben está lejos de ser proporcional o suficiente. Cada descuento, cada contribución, debería traducirse en hospitales que funcionen, acceso a educación de calidad y viviendas que realmente sean dignas. Sin embargo, la mayoría de los asalariados enfrenta un panorama distinto.

Si un asalariado se enferma y acude al IMSS o al Issste, lo espera un sistema colapsado. Y no por incapacidad de sus médicos, que trabajan al límite de lo humanamente posible, sino porque los recursos no son suficientes. No hay medicinas, no hay camas, no hay personal ni equipos. Uno entra al hospital con el padecimiento y sale, si acaso, con una receta que deberá surtir con su propio dinero porque en la farmacia ya no hay existencias. Si se requiere un estudio especializado, la espera se mide en semanas, meses o incluso años. Ante esta realidad, muchos asalariados, conscientes de que el sistema al que contribuyen no les garantiza atención oportuna, optan por pagar un médico particular o contratar un seguro privado, sacrificando aún más su salario para asegurarse de recibir atención de calidad. Contribuyen a la seguridad social sin falta, pagan puntualmente, y aun así, cuando necesitan que el sistema responda, el sistema no está.

Con la educación pasa algo similar. La educación de calidad debería ser un derecho garantizado para quienes ya aportan con esfuerzo y disciplina. Sin embargo, las guarderías y escuelas públicas están saturadas, carecen de personal, infraestructura adecuada y recursos básicos. Los materiales educativos escasean, los equipos tecnológicos son insuficientes y el mantenimiento prácticamente no existe. Por eso, muchos padres trabajadores recurren a colegios privados, asumiendo un gasto adicional significativo para asegurar que sus hijos puedan acceder a oportunidades reales de aprendizaje y desarrollo, pagando con su propio dinero lo que debería garantizarse con justicia.

Si hablamos de la vivienda, el panorama tampoco es alentador. La oferta de vivienda social deja mucho que desear: en su mayoría se trata de construcciones mínimas, mal ubicadas, sin servicios adecuados, con materiales de baja calidad y a precios que pueden consumir décadas de la vida productiva de una familia. Casas apretadas, casi como cajas de zapatos, en fraccionamientos levantados al vapor, en zonas donde el transporte público es limitado, el agua se interrumpe y el drenaje falla.

No hay justicia en lo que los asalariados contribuimos. Quincena tras quincena, entregamos nuestros recursos con la expectativa de acceder a derechos básicos que deberían garantizar bienestar y dignidad: salud, educación y vivienda. Sin embargo, lo que recibimos a cambio es insuficiente y, con frecuencia, indigno.

Ser asalariado en México es cargar con un peso que pocas veces se reconoce. Es entregar miles de pesos periódicamente para sostener servicios que no reflejan nuestro esfuerzo. Es sostener un sistema que no nos sostiene del mismo modo. Es vivir en una contradicción permanente: contribuimos al país que no nos contribuye a nosotros. Y mientras todo esto ocurre, hay millones de personas que, por múltiples razones, económicas, sociales o estructurales, viven al margen del sistema formal. No cotizan, no pagan ISR, no cargan con cuotas, no aportan a la seguridad social. Y aun así, reciben apoyos, programas y beneficios diseñados para disminuir desigualdades pero que, en la práctica, muchas veces terminan reforzando otra: la desigualdad entre quienes cumplen y quienes no están obligados a hacerlo. No es un reclamo contra ellos; sería mezquino e injusto. La informalidad no es una elección libre. Pero sí es un recordatorio incómodo de que vivimos en un sistema que exige demasiado a unos y espera muy poco de otros.

Lo cierto y profundamente doloroso es que no es justo seguir exigiendo más a los asalariados. En México, apenas cuatro de cada diez personas forman parte del sector formal. Cuatro cargan con el peso de diez. ¿Hasta cuándo podrán sostenerlo sin quebrarse?

Por eso nuestra demanda urgente como asalariados debería ser que el gobierno genere condiciones que incentiven a empresarios y emprendedores a sumarse a la formalidad. Se necesitan políticas que promuevan la creación de empleos dignos y reconozcan a quienes los generan, facilidades fiscales, apoyos a pequeños negocios y rutas claras para que quienes operan fuera del sistema puedan integrarse y compartir la carga. Solo así, mediante el esfuerzo colectivo y la responsabilidad compartida, podremos aspirar a una verdadera justicia social. Un país donde contribuir signifique dignidad, oportunidades reales y un futuro más equitativo para todos.— Mérida, Yucatán

marisol.cen@kookayfinanzas.co m

@kookayfinanzas

Profesora Universitaria y Consultora Financiera

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