Se le atribuye a Napoleón una frase tan breve como demoledora: “Podrás hacer un trono sobre bayonetas… pero no podrás permanecer sentado mucho tiempo”.
Más allá de la discusión histórica sobre su autoría exacta, la sentencia conserva una vigencia inquietante. Es una advertencia que atraviesa siglos, ideologías y fronteras: el poder sostenido únicamente por la fuerza, el miedo o la imposición es, por definición, inestable.
A lo largo de la historia, los gobiernos han intentado perpetuarse desmontando aquello que los limita. Primero se desacreditan los contrapesos, luego se somete o silencia a la prensa, se relativiza la verdad, se gobierna con medias verdades y se normaliza la mentira como herramienta política.
Más tarde, las instituciones autónomas —incómodas porque no obedecen— se vuelven prescindibles. Todo se justifica en nombre del orden, de la eficiencia o de una supuesta voluntad popular reinterpretada desde el poder. El problema es que ese tipo de construcción no descansa sobre legitimidad, sino sobre presión. No se apoya en confianza, sino en temor. No busca consenso, sino obediencia. Y la obediencia forzada, tarde o temprano, se agota.
La democracia no es perfecta. Los contrapesos incomodan. La libertad de expresión molesta. Las instituciones autónomas estorban. Pero precisamente ahí radica su valor: en su capacidad de decir “no”, de corregir excesos, de evitar que el poder se confunda con la verdad o que la mayoría momentánea se convierta en tiranía permanente.
Cuando todo eso desaparece, el gobierno puede parecer fuerte… pero solo en apariencia. En realidad, se vuelve frágil, porque ha eliminado los amortiguadores que evitaban su colapso.
Lo mismo ocurre fuera de la política.
En las empresas, el liderazgo que se impone a base de miedo, amenazas o silencios forzados puede lograr resultados inmediatos, pero destruye el compromiso, la creatividad y la lealtad.
Las organizaciones donde nadie se atreve a disentir son las primeras en cometer errores fatales. Un jefe que solo manda, pero no escucha, termina gobernando un desierto.
En las familias sucede algo similar. La autoridad que se ejerce desde la imposición absoluta, sin diálogo ni respeto, puede imponer disciplina temporal, pero rompe vínculos profundos. Los hijos obedecen mientras no pueden elegir; en cuanto pueden, se alejan. El control sin amor no educa: fractura.
La lógica es la misma en todos los ámbitos: la fuerza puede construir un trono, pero no puede sostenerlo. Ningún proyecto —político, empresarial o personal— sobrevive mucho tiempo cuando se funda en el miedo, la mentira o la eliminación del otro.
La verdadera estabilidad no nace de la imposición, sino de la legitimidad. No del silencio, sino de la pluralidad. No de la fuerza, sino de la confianza.
Porque al final, quien necesita bayonetas para sostenerse no gobierna: resiste. Y quien solo resiste, inevitablemente, termina cayendo.— Cancún, Quintana Roo.
Presidente del IMEF Quintana Roo
