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PRESBÍTERO MANUEL CEBALLOS GARCÍA

“¡Señor mío y Dios mío!”

“La paz esté con ustedes”. Este saludo tiene en los labios de Jesús Resucitado un sentido único y una profundidad insólita: Cristo no da la paz como la da el mundo; el mundo, la gente solo puede desear la paz, pero no puede darla; dicho saludo era la expresión de un simple deseo; en cambio, Cristo da la paz a quien se la desea. Más aún, este saludo en labios de Cristo es la proclamación de su presencia porque Él mismo es nuestra paz. La paz que Cristo trae consigo es fruto de su victoria sobre el pecado y la muerte.

Por otra parte, era preciso que Jesús mostrara las llagas a sus discípulos para que éstos comprobaran la identidad del Señor con el Crucificado. Todo el evangelio es el testimonio de esa verdad: que el mismo Jesús de Nazaret que padeció bajo Poncio Pilato es el Señor resucitado al tercer día; o más concisamente: que “Jesús es el Señor”. En esta expresión tenemos la fórmula más breve y más antigua de la fe cristiana.

El gozo y la paz son los regalos que trae el Señor para sus discípulos y expresión de la nueva vida que comienza. Jesús saluda a sus discípulos sobre la base de esta paz que proclama, y los envía al mundo para que continúen la misión que Él ha recibido del Padre: se trata de predicar en el mundo el evangelio de la reconciliación.

Por otra parte, hoy tenemos —además— la escena de Tomás, el discípulo que representa a todos los que progresan lentamente y entre crisis, hacia la fe auténtica. Jesús, aunque reservando una bienaventuranza particular para los que creen sin haber visto, acepta conceder una ulterior prueba al discípulo vacilante. Porque la fe es una conquista fatigosa y a menudo desgarradora. La Iglesia proclama el anuncio pascual: “¡Hemos visto al Señor!”, pero con paciencia y humildad espera que el misterio de la libertad humana, iluminada por la gracia, pueda lenta y alegremente llegar a profesar su acto de fe: “¡Señor mío y Dios mío!”.

Este credo pascual es la síntesis esencial de la segunda gran virtud, la de la fe luminosa, a la que se puede llegar a través de caminos derechos y llanos, pero también a través de caminos tortuosos y oscuros, como el apóstol santo Tomás, hermano de todos los que tienen necesidad de ser conducidos a la luz por la mano de Cristo.

Canta la liturgia oriental: “Has venido entre nosotros, Señor, en la tarde de Pascua con las manos llenas de tus dones. Pero el don más precioso era tu perdón para que hijos siempre esperasen. Acudimos a Ti, Señor, en el día de la Pascua para recibir tu don y contigo resucitar a tu gloria”. Señor, yo confío en ti.

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