(Primera Columna publicada el 27 de diciembre de 2011)

Virtuoso incomparable del piano, compositor ferviente, pecador infatigable, romántico desenfrenado, maestro masón, místico religioso, canónigo, tema inconcluso de César Pompeyo en nuestra columna anterior porque en 2011 se ha cumplido el bicentenario de su nacimiento.
Esa semblanza de Franz Liszt —empieza don César— está en el tercero de los cinco tomos de “La gran música”, publicada en Milán, en 1978, por la editorial Mondadori, que dedica 20 páginas al “playboy” que fue el artista consentido de las casas reales y el ídolo de la sociedad europea durante más de medio siglo 19.
Beethoven subió al escenario para abrazarlo: ya era Liszt el taumaturgo del piano que deleitó y subyugó a los auditorios en conciertos que nunca se habían visto y no se han vuelto a ver. Nadie ha tocado el piano como Liszt ni lo ha vuelto a tocar.
Contemporáneo suyo, Robert Schumann lo describe: Delgado. Cabellera que le cae en cascada sobre el rostro y el cuello. Rostro espiritual en extremo, animado, interesantísimo. Ojos que traducen todas las expresiones.
En el tomo seis de los 15 que integran “Los grandes compositores”, de la editorial Salvat, un grabado de la época lo pinta en la Academia de Canto de Berlín durante “el galope cromático”, su marca de fábrica, su modo sui géneris de concluir un concierto: sentado sobre el respaldo de la silla; las piernas, largas, colgando a ambos lados, y el espeso cabello flotando alrededor.
En “Los grandes pianistas”, Harold Schonberg, crítico de “The New York Times”, dice que, después de verlo y oírlo en París, el inglés Henry Reeves escribió: “Vi que la cara de Liszt asumía una expresión agónica, mezclada con radiantes sonrisas que jamás vi en ninguna otra cara humana… Las manos volaban sobre el teclado, el suelo sobre el que él estaba sentado temblaba, el público estaba envuelto en sonido cuando, de pronto, cayó desmayado y lo sacamos en una ataque de histeria”.
Sus biógrafos relatan que al subir al escenario sacudía su melena rubia, levantaba las manos en alto y caía estrepitosamente sobre las teclas. Las cuerdas saltaban, un gran caudal de sonidos llenaba el aire y surgía un nuevo mundo de color y emoción, mientras el rey de los virtuosos barría el teclado de arriba abajo. Hablaba, gesticulaba, pateaba el piso y giraba de un lado a otro de modo que las medallas y condecoraciones que le gustaba llevar puestas tintinearan y resonaran. A menudo tenía tres pianos en el escenario y los tocaba como le daba la gana. Casi siempre uno de esos pianos terminaba con las cuerdas y el martillo rotos.
Clara Wieck, esposa de Schumann y ella misma consagrada pianista, quedó pasmada cuando lo oyó tocar por primera vez en 1838: “Fue tal mi asombro, que me puse a llorar”. Cuando Liszt tocaba el piano, las mujeres tiraban sus joyas al escenario en vez de ramos de flores. Le besaban las manos. Chillaban extasiadas y a veces se desmayaban. Corrían enloquecidas hasta el escenario para contemplarlo. Se peleaban por los guantes verdes que él había dejado adrede sobre el piano. Una dama se llevó la colilla del cigarro que Liszt había fumado y la llevó en el lecho hasta el día de su muerte. Los suyos no eran conciertos, eran saturnales. Otro grabado de la época describe ese paisaje de femenino alboroto.
El poeta alemán Heinrich Heine cuenta que, en un concierto al que él asistió, dos condesas húngaras, en lucha por la caja de rapé de Liszt, se tiraron al suelo y pelearon hasta quedar exhaustas. En Roma, al terminar una actuación, Liszt bajó al patio de lunetas, alzó en vilo a la esposa de un aristócrata, en las narices de su marido, y huyó con ella a Ginebra.
Las mujeres se volvían locas por él cuando era joven, buen mozo, magnético, volcánico y seductor, pero también cuando era un viejo con sotana, pues a los 50 años, en 1860, abrazó la carrera del sacerdocio sin dejar por eso de tocar y amar. Veían en él “una mezcla de lujuria y religión”, con algo de Lord Byron, de Casanova, de Mefistófeles y de San Francisco de Asís”. Angel de día y diablo de noche.
Europa llenaba sus conciertos y seguía con pasión sus amoríos con la condesa de Agoult; con Marie Duplessis (la Margarita Gautier de Alejandro Dumas, en “La Dama de las Camelias”, y de Verdi en “La Traviata”): con Marie Pleyel, hija del famoso fabricante de pianos: la cortesana Lola Montes, amante del rey Luis de Baviera; con María Pawlowna, gran duquesa de Sajonia, entre otras mujeres. Por último, la princesa polaca Carolina de Wittgenstein abandonó a su marido y 30,000 criados para vivir con Liszt.
Llevó una vida fastuosa con detalles excéntricos, como el día que salió de París con una escolta de 20 carrozas alrededor de la suya. Gastó a manos llenas las fabulosas fortunas que ganó con el teclado y murió en la pobreza. Dejó como toda herencia una sotana y algo de ropa.
Ojalá que la Orquesta Sinfónica de Yucatán —concluye Pompeyo—, que al parecer no tuvo en cuenta el bicentenario, en su próxima temporada nos deleite con la “Rapsodia húngara” del monarca del piano, autor también de cotizadas obras como “Los Preludios”, varias sonatas, sus trece poemas sinfónicos —él inventó este género musical—, el vals “Mefisto”, sus sinfonía “Fausto” y “Dante”, y sus Conciertos número uno y dos.— Mérida, 27 de diciembre de 2011.

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