(Primera Columna publicada el 14 de julio de 2011)

“No me arrepiento de nada” (Non, je ne regrette pas). Don Vittorio Zerbbera llegó a la sacristía de San Juan cantando en voz baja la canción que Edith Piaf hizo famosa en 1961 en el teatro Olympia de París.

Fue la cantante cimera de Francia en el siglo XX. Estrenó también “La vida en rosa”, “Los amantes de París”, “Hojas de otoño”. Piaf significa gorrión. Pájarillo pequeño, diminuto, pero de voz (trino) alta, grande. Así era ella. Cuando muere en 1963, a su entierro, en el cementerio Pere-Lachaise de París, asistieron 49,999 personas y el padre de don Vittorio, devoto admirador.

A explicable pregunta de César Pompeyo, el doctor Zerbbera responde que camino del parque, pensando en Ivonne Ortega, fue como recordó a la cantante francesa.

—¿Por qué, Vittorio? Edith no se interesaba en la política. Además, era delgada, menuda de cuerpo.

—Pensaba, César, no precisamente en la persona de vuestra gobernadora sino en esa declaración suya a propósito del asalto a la glorieta el túnel: “No tengo la culpa de nada”. Fíjese usted en la letra de “Non, je regrette pas”. La cantaré despacio, en una versión nuestra del francés:

“No: nada de nada. No me arrepiento de nada. Ni el bien ni el mal: todo me da lo mismo. Todo está barrido, olvidado. Barridos para siempre. Cada día vuelvo a empezar de cero. No: nada de nada. No me arrepiento de nada”.

—Veo, César, algunas semejanzas entre la letra de la canción y la trayectoria de madame Ivonne. También ciertas coincidencias o encuentros de su gobierno con la vida trágica de Edith. Mira:

—Madame no se siente culpable de nada. No es culpa suya que su policía presenciara, sin intervenir, la golpiza de los sicarios a mujeres y hombres indefensos. Sicarios, me dicen, enviados a petición o a sabiendas suyas y de Angélica Araujo. ¿Es así?

—Pero cree o siente que no debe disculpas a nadie por nada. Aquí estamos ante una gobernante con un criterio lisiado por una invalidez moral. La invalidez de que no sabe distinguir entre el bien y el mal. Lo malo le parece bueno. Lo bueno le parece malo. Eso, César, está cañón.

—Desde nuestro punto de vista, lo grave para vosotros, los yucatecos, es que quien no reconoce un error o una falta los va a repetir: el camino a la enmienda está más bloqueado que la prolongación de Montejo. Les van a volver a pegar, César, si insisten en oponerse a su santísima voluntad. O a la de la señora Araujo, que da lo mismo. Una para dos, dos para una y todo para ellas. Con otra más tendremos a las tres mosqueteras y… ¡sálvese quien pueda!

—Volvamos a Edith y su vida trágica. Su madre, abandonada, insolvente, la dio a luz en la calle. Uno de sus amantes se mató en 1949, al estrellarse el avión en que, llamado por Piaf, volaba a París. Me refiero a Marcel Cerdán, el púgil que era campeón mundial de peso medio.

—Repasa, César, algunas de mis palabras en esta charla: barrido, en la calle, entierro, estrellarse, trágico, campeón. Compáralas con madame Ivonne, su vida y su obra. Verás que a la señora le va bien, muy bien. Nada la turba, nada la espanta. Barre con todo: con las facturas fantasmas, con las fechorías interminables de sus compinches. Ante la velocidad con la que se apoderan del dinero de vosotros, o la irresponsabilidad con que lo despilfarran, ella no se siente culpable de nada.

—Cada día, César, la voracidad insaciable de su gobierno comienza desde cero. Como si ayer no hubieran acabado con la quinta y con los mangos. Mientras tanto, madame Ivonne se entretiene y divierte con aficiones a lo superfluo, la atracción por el circo y la farándula, la seguridad que le da la impunidad. La impunidad peor de todas. La impunidad celestina de que todo se sabe, pero no le pasa nada a nadie. Una tentación irreprimible, una invitación irrechazable a seguir pecando.

—Ni Angélica ni Ivonne se parecen a Edith. A la Piaf se parece Yucatán. Vosotros sois los campeones mundiales del aguante. Os están dejando en la calle, llevando a estrellaros en una tragedia comunal y descomunal. En diez o doce meses más, al paso que vais, oleréis a entierro. Pero no culpéis a madame Ivonne: ella no tiene nada de qué disculparse. “Non, je ne regrette pas”.

—Me parece, Vittorio, que te excedes en tus juicios. Muy radicales. No los comparto —comentó César Pompeyo—. Primero, porque Ivonne Ortega tal vez sí se sienta culpable, pero la gana la inclinación a la mentira, exacerbada por su larga exposición al PRI. Y segundo, porque estamos presenciando una reacción saludable de los meridanos, de la opinión pública y varios de sus rectores contra la arbitrariedad y la deshonestidad que maneja a su antojo las riendas del poder. Eso de que no me importa nada ni nadie, Vittorio, eso está por verse. Por verse quién dice la última palabra.— Mérida, 13 de julio de 2011.

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