La principal garantía de la independencia del Poder Judicial radica en la división de poderes, esto es, la definición de un ámbito propio de actuación para cada parte que no puede ser vulnerado por las otras, aunque esto no excluye la cooperación y dependencia recíprocas de los poderes.

Para que exista una auténtica división de poderes, ordenada por el artículo 49 constitucional, es premisa esencial que exista equilibrio de poderes. Ese equilibrio de poderes no sería posible sin un sistema de frenos y contrapesos.

Los orígenes de este principio son remotos, y apunta a que el poder frenará al poder; esto es, que cada uno actúe como control y equilibrio sobre los otros dos para evitar la concentración del gobierno en un solo individuo o en una sola corporación, como pretende la iniciativa de reformas presentada ante el Congreso Estatal por el Tribunal Superior de Justicia.

La verdadera independencia judicial se garantiza en tanto sea imposible o improbable la vinculación entre quien designa y quien es designado. De este modo, habrá independencia siempre que el nombramiento se realice sin la intromisión de criterios subjetivos favorecedores del clientelismo.

Esto significa que cada uno de los poderes del Estado deben concurrir en la confirmación, ejercicio y control de los otros poderes.

En el caso de la iniciativa de reformas, se dispone que los magistrados del Tribunal Superior de Justicia nombren a los nuevos magistrados y que el congreso únicamente ratifique ese nombramiento, de tal suerte que con esa medida se rompe el equilibrio de poderes al impedir que los otros poderes tengan una participación preponderante en la elección de los magistrados.

Se desnaturaliza la función jurisdiccional al asignarles a los magistrados funciones distintas a la labor de juzgar.

La función constitucional de los magistrados es resolver procesos jurisdiccionales y de constitucionalidad local que les correspondan en las distintas ramas de la administración de justicia. Por ello, de acuerdo con el principio de exclusividad de la jurisdicción, deben tener vedado mezclarse en asuntos administrativos y políticos, como la de realizar nombramientos de los titulares de un poder público, como el caso de los nuevos magistrados integrantes del Tribunal Superior de Justicia.

Los magistrados son los únicos titulares de los poderes del estado que no son electos por vía del sufragio universal, su elección es a través de un mecanismo de elección indirecta; por lo tanto, únicamente obtienen legitimación en su acceso al ejercicio de la potestad pública a través de su elección y de un procedimiento en el que participen los poderes electos por sufragio universal.

Este sistema se funda en el hecho de que los nombramientos se someten a consideración del Congreso del Estado, órgano de representación popular.

Lo que genera la reforma, de aprobarse, es la perpetuación en el poder de quienes actualmente lo ostentan, al tener, en la práctica, un poder relevante, a través del nombramiento de los magistrados en el futuro, y en caso de no responder a intereses, removerlos por los propios magistrados que los nombraron.

De aprobarse la iniciativa planteada, los magistrados adquirirían un poder que no se limita al ejercicio de su encargo, sino trascendería mucho tiempo más, al ser ellos quienes designen a su sucesor.

Si la modificación propuesta se aprueba, se rompería la independencia interna de los jueces, ya que, de manera indirecta, tendrían un poder fáctico, a través de las facultades que se pretenden asignar sobre el consejo de la judicatura, en el nombramiento y actuación de los jueces de primera instancia.

En síntesis, los magistrados tendrían un poder absoluto y no serían responsables por su actuación ante nadie más que ellos mismos, lo cual viola los principios constitucionales, al darles un poder absoluto que en la práctica se convertiría en un despotismo judicial. —Mérida, Yucatán

Exfiscal

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