Armando Fuentes Aguirre Catón De política y cosas peores

La música llamada clásica es de los mayores goces que en mi vida gozo. Un pequeño rencor le guardo, sin embargo: durante varios años esa música me jodió las vacaciones de Semana Santa.

Así era llamada en mis tiempos de niñez y juventud la semana que luego, por aquello del laicismo, se nombró “de Primavera” o “Semana Mayor”, aunque tuviera igual medida que todas las demás.

Sucede que en la estación de radio donde a los 14 años empecé a trabajar, la XEDE, cuyo concesionario era aquel bondadosísimo señor, don Alberto Jaubert, yo tenía a mi cargo los programas de música clásica, pues Saltillo ha sido siempre ciudad culta, y la gente pedía que las emisoras pusieran en sus trasmisiones “música selecta”.

Semana Santa con total devoción

In illo tempore la Semana Santa se vivía con devoción, no como ahora, que es la menos santa de todas las semanas. (Un cierto amigo mío dice que en estos días el puerto de San Blas pasa a llamarse solamente Blas). Los cines quedaban más vacíos que casa de mala nota en lunes, pese a que sus dueños se esforzaban en exhibir películas de contenido religioso: “El mártir del Gólgota”; “Las campanas de Santa María”; “Misión blanca”.

En las casas se cubrían los espejos con lienzos de color morado, y las jaulas de los pájaros canoros eran llevadas al último cuarto, para que sus trinos no fueran nota de alegría en medio de la tristeza de los días. Los fieles iban a oír el sermón de Las Siete Palabras, a cargo de un orador sagrado venido de otra parte; daban el pésame a la Virgen y hacían la visita de las siete casas, a más de asistir al oficio de tinieblas, lúgubre ceremonia funeral.

El jueves y viernes las estaciones de radio suspendían su programación ordinaria y trasmitían únicamente música clásica. Ahí es donde mis vacaciones de Semana Santa se jodían, pues yo debía hacerme cargo de la emisora, y estar en ella esos dos días, de 7 de la mañana a 11 de la noche, que era el horario de la difusora. No se pasaban anuncios, y ni siquiera decía yo el nombre de la obra trasmitida.

Vez hubo en que a las 3 de la tarde del Viernes Santo puse, sin percatarme de la hora, el galop de “Orfeo en los Infiernos”, de Offenbach, la despampanante pieza en que lucen sus interioridades las bailarinas de cancán. Qué chingaos, música clásica era música clásica.

Todo cambia, enseñó Heráclito, y mis evocaciones están ahora tan fuera de lugar como el cancán en aquel día y hora. Eso me lleva a recordar algo que Chaplin narra en su autobiografía. Pensó en hacer una película que tendría como escenario un cabaret.

El espectáculo ofrecido a la clientela era la Pasión de Cristo. Mientras los meseros iban y venían con viandas y bebidas para los comensales, en el foro se llevaba a cabo, como show, la crucifixión de Jesús. Un público indiferente charlaba y reía a carcajadas en sus mesas. Un ebrio se daba cuenta de lo que en el foro sucedía y se ponía en pie, angustiado. “¡Miren! —clamaba con desesperación—. ¡Nuevamente están crucificando a Nuestro Señor!”

La gente no hacía caso, y el borracho era echado del lugar para que no siguiera molestando a la concurrencia. Chaplin le pidió a Stravinski que escribiera la música para esa película, pero el compositor se negó de plano. Aquello era un sacrilegio, dijo.

El cineasta terminó por desistir de la idea, aunque declaró que de seguro aquella habría sido su mejor película. Todo esto que cuento lo cuento como principio de la semana que pese a todos los usos y todos los abusos sigo llamando “Santa”.

Lo hago en memoria de las santas mujeres que escribieron en la pizarra de mi vida cosas que jamás se borran, y que conforme pasa el tiempo puedo leer mejor. Los ojos del cuerpo se desgastan; los del alma no.— Saltillo, Coahuila.

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