Alfonso A. González Fernández (*)
“En una época de engaño universal, decir la verdad es un acto revolucionario”.— George Orwell
Vivimos en un tiempo enrarecido, donde la verdad, antes sostenida por consensos mínimos y referentes comunes, se ha vuelto un terreno movedizo.
La llamada posverdad no es solo un término de moda: es la constatación de que la mentira ya no se oculta, sino que se exhibe con descaro, disfrazada de relato convincente, y en este escenario, lo falso se impone con eficacia emocional, mientras la verdad, lenta y exigente, parece llegar siempre tarde.
El resultado es un desconcierto cotidiano: una niebla que cubre lo real y nos obliga a replantear, con urgencia, nuestra relación con aquello que alguna vez creímos estable.
Nunca antes la humanidad había tenido acceso a semejante torrente de datos, ni a herramientas tan sofisticadas para verificar lo verificable, sin embargo, la claridad no llegó con la abundancia: lo que tenemos es una bruma espesa que cubre el paisaje de lo real.
La sensación de no saber en qué creer ha dejado de ser un estado excepcional —propio del escéptico o del erudito— para convertirse en una experiencia cotidiana.
Este fenómeno afecta nuestra relación con la verdad, pues más allá de las mentiras que el “fact-checking” puede desmentir, se impactan nuestras culturas, políticas e intimidades.
La incertidumbre dejó de ser un accidente para convertirse en estado permanente, ya no hablamos solo de mentiras descaradas; hablamos de un malestar profundo en la estructura misma de nuestra relación con la verdad, la cual ha mutado de problema epistemológico a dilema cultural, político e incluso íntimo.
Hubo un tiempo —idealizado, claro— en que la verdad parecía tener domicilio fijo: instituciones, rituales y consensos mínimos que le daban estabilidad, entre ellos se encontraban la Academia, la Prensa rigurosa y ciertas autoridades que fungían como árbitros, construyendo un suelo común.
Hoy, la democratización radical de la palabra, amplificada por plataformas digitales, pulverizó las jerarquías epistémicas, dejando un mosaico de versiones roto e incompatible de un mismo hecho, ya que cada una declara tener sus propias “pruebas”, provocando que el problema no sea esa falta de datos, sino la imposibilidad de acordar un marco común para interpretarlos.
Contrastes. En este clima enrarecido, lo falseable suele imponerse sobre lo verificable por razones mas afectivas y promocionales que racionales.
En la actualidad, la mentira se presenta con gran coquetería: es persuasiva, emocionalmente impactante y nos susurra aquello que deseamos escuchar, apelando a nuestras identidades, temores, aspiraciones y a la pertenencia a una “comunidad virtuosa y sabia”, aunque en el fondo, es un llano y vil sofisma.
La verdad, por el contrario, se manifiesta tardíamente, aún sin matices, debido a su carácter incómodo y a la exigencia de esfuerzo que conlleva, frente a la avalancha de distorsiones hostiles, además, carece del impulso emocional inmediato que la ficción le atribuye.
Este desplazamiento tiene consecuencias políticas devastadoras. Hannah Arendt lo advirtió: “el sujeto ideal del totalitarismo no es el fanático, sino el individuo para quien hecho y ficción, son intercambiables”.
Cuando se erosiona la confianza, se disuelve la base del diálogo y se acaba el debate democrático, entonces la política muta a un teatro de guerras narrativas, donde la potencia del relato mayoritario o consigna partidista, desplaza la pertinencia de los hechos.
La pregunta “¿Qué es verdad?” se sustituye por “¿Qué equipo narrativo defiendo?”, contribuyendo a que la esfera pública se fragmente en burbujas herméticas, imposibilitando cualquier deliberación común.
La verdad como resistencia. La búsqueda de la verdad es una decisión ética que antepone la realidad a la ilusión, que nos exige humildad y rigor, para desconfiar de relaciones cómodas, es un acto de firmeza intelectual, no un ejercicio de nostalgia.
Es resistencia a un mundo donde todo es interpretación y nada referencia, donde el poder ahoga la verdad en versiones hasta volverla irrelevante, por ello, recuperar el valor de la verdad —como horizonte de búsqueda colectiva, no como dogma— es urgente, mas no para regresar al pasado, sino para construir, desde la complejidad y la duda, un suelo común, conscientes de su fragilidad y, por ello, más digno de cuidado.
Podríamos aceptar la incertidumbre, encender una vela y repetir: “todo es relativo”, pero mientras meditamos, alguien habrá comercializado nuestra atención, convencido de que los dinosaurios votaron en las últimas elecciones, y nos presentó un escenario donde la verdad es un artificio mediático, restando solamente un cómodo “namasté”.
Frente a la mentira reconfortante, elegir la verdad incómoda, sigue siendo el primer acto de libertad, por ello no debemos esperar un “trending topic” ni mucho menos aplausos, pues la verdad no tiene algoritmo, no baila en TikTok, ni promete likes, empero, siempre podremos consolarnos pensando que, en este circo digital, ser honesto es casi un deporte extremo.
Corolario: “La verdad incómoda, es el único principio de libertad; lo falso, entretenimiento puro y duro”.— Mérida, Yucatán.
@alfonsoengineer
Asesor del Consejo Mundial de Ingenieros Civiles
