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Presbítero Manuel Ceballos García

“Yo soy la resurrección y la vida”

La muerte puede aparecer en la historia de la humanidad con dos rostros: puede ser paz o pesadilla, comienzo o fin; puede asumir una cara serena pero un aspecto aterrador. En el célebre e impresionante “Diálogo de un suicida con su alma”, texto egipcio del año 2200 a. C., el protagonista exclama: “La muerte está hoy delante de mi como la liberación para el prisionero, como el perfume de la mirra, como una brisa de la noche mientras se descansa bajo una vela a lo largo del río”. La muerte como una desesperada liberación.

Martha y María anunciaron a Jesús que su amigo Lázaro, su hermano, estaba enfermo. Jesús respondió que esa enfermedad no era para la muerte sino para que en ella se manifieste la gloria de Dios. Jesús retrasó el viaje intencionalmente no por falta de amor a sus amigos sino para dar lugar a la demostración que deseaba.

Marta creía que Jesús podía curar a los enfermos solo con su presencia; que, en general, Dios escucha siempre la oración de Jesús y que Dios puede resucitar a los muertos. Con todo, la respuesta de Jesús fue tan sorprendente que Marta pensó que Jesús se refería a la resurrección de los muertos al final de los tiempos.

Jesús dijo que él mismo es “la resurrección y la vida”, es decir, que tiene el poder para resucitar y dar la vida a cuantos crean en él. Los que creen en Jesús viven ya ahora la “vida eterna”, y no morirán para siempre. Esta vida es un don que no puede arrebatar al creyente la muerte corporal, por lo que la muerte, toda muerte, ya ha sido vencida y ha perdido su poder. La muerte de los que creen en Jesús es el paso necesario para que se manifieste plenamente en ellos la vida que ya han recibido. Marta no pudo comprender todo lo que escuchó, pero creyó que Jesús es el Mesías. Y eso le bastó para aceptar cuanto le dice.

El diálogo entre Jesús y Marta se abre progresivamente a la intuición de fe que cada domingo profesamos en el Credo: Cristo resurge de la muerte y es la raíz de la resurrección de nuestra carne. La muerte es nuestra tarjeta de identidad más auténtica. Pero el Hijo de Dios atravesó la muerte: como nosotros, murió.

Por eso, la muerte es ahora distinta, ha sido transformada. Ya no es una ciudad prohibida o navegar en el mar de la nada y del silencio. Ha sido abierta al infinito y a lo eterno. Jesucristo, el Hijo de Dios, pasando por nuestra mortalidad física y espiritual, la ha fecundado con una semilla de infinito, la ha abierto a lo eterno.

 

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