Ara Malikian no tiene un Guarneri o un Stradivari no porque no lo pueda pagar, sino porque acabaría rompiéndolo. Anoche, en su debut en el Mérida Fest, el violinista libanés de ascendencia armenia con nacionalidad española terminó reventando las cerdas de sus arcos, que le cambiaban una y otra vez.

Y es que la explosividad de las composiciones de Malikian, hechas para sacarle chispas a su violín y dejar boquiabiertos a esos melómanos fascinados con su energía, carisma, sentido del humor e innegable virtuosismo, no baja la guardia casi nunca, siempre está arriba, en una estructura que es más o menos así: Un inicio lento, más o menos de suspenso, como una introducción; luego pasajes vertiginosos en los que toca como un poseído, algún diálogo con el piano u otros de sus cuatro músicos cubanos, otros pasajes rápidos, rapidísimos, enloquecidos… brincos, movimientos chuscos, otro diálogo o solo de sus músicos, y así hasta terminar reventando más cerdas.

Sus composiciones tienen nombres poco ortodoxos, como él: “Rapsodia merideña”, porque la estrenó mundialmente aquí, anoche, como regalo a Mérida; “Nanik y Talim”, los nombres de sus hermanas; “Aiticarticar”, la primera palabra que dijo su hijo; “Calamar robótico” o “Aliens ofice”, mezclas de música árabe, rock, jazz, salsa, las influencias propias de un migrante que ha sabido asimilar y apropiarse creativamente de otras culturas, con arreglos de primer nivel en sus canciones.

Entre una canción y otra, Malikian, pantalón plateada, camisa bordada, contó historias absurdas e irrisorias, digamos lo suficientemente largas para que descanse un poco después de tanta agitación y vuelva a tocar pasajes vertiginosos llenos de fuego que dejaron a todos sorprendidos de su talento, pero ciertamente, entre tanta energía, agradecimos el preludio número 4 de Fréderic Chopin, romanticismo puro, sublime, “es increíble que emocione hasta llegar al alma con tan pocas notas”, dijo Malikian, y “La llorona”, al final del concierto, que todo mundo reconoció y aplaudió.

Ara Malikian, antes de la pandemia, ofrecía 120 conciertos al año y es capaz de llenar estadios; ha tocado en todos los países que quiera con las orquestas que se le ocurran, hay un documental sobre su vida, por demás difícil, al ser un refugiado, un exiliado. Pero niño prodigio al fin, ganó premios, becas, ha grabado una enorme cantidad de discos, ha profundizado musicalmente en sus raíces armenias y asimilado la música de otras culturas, como el flamenco y el tango; es además un showman, sencillo, simpático, complaciente con su público.

Anoche, después de dos horas de concierto, aunque prometió que serían 28, Ara se despidió de Mérida, una ciudad que le pareció maravillosa al igual que su público.— Patricia Garma Montes de Oca