(Primera Columna publicada el 20 de abril de 2005)
Ha sido un privilegio ver la sencillez, muy natural, y la alegría, tan serena, de José Ratzinger al dar la cara al mundo como Benedicto XVI desde el palco de honor de la Basílica de San Pedro. Había en la expresión inefable de su rostro, en la sonrisa que lo iluminaba, destellos de la dulzura que se atribuye a San Francisco de Asís.
La seguridad que irradiaba de sus manos juntas, alzadas ante la multitud, nos hizo recordar a Cristo cuando se levanta en la barca a calmar la tormenta. Una imagen que invita primero a la confianza y mueve enseguida al entusiasmo.
Una imagen que antes de conquistar, como lo hizo al instante, fue motivo de algo de sorpresa porque lo pintaban como el ogro terrible que monta guardia en la Santa Sede para cerrar las puertas a la renovación.
Le decían el cardenal de hierro, en una evocación, quizás, de otro alemán, Leopoldo von Bismarck, primer ministro del Kaiser Guillermo I. En vez de la silueta prusiana, intimidante del canciller de hierro del II Reich, hemos visto en el balcón vaticano la aparición de un padre cariñoso y providente.
Tan popular fue, es y seguirá siendo Juan Pablo II, que si no estábamos contentos con su gobierno nos era más cómodo desquitarnos con Ratzinger, como el gran villano del ala ultramontana, y convertirlo en el “saco de boxeo” de los disidentes de ahora y los contestatarios de siempre.
Un aplauso al Espíritu Santo. Un aplauso a los cardenales que en menos que canta un gallo han escogido como jefe al enemigo número uno de los detractores de la Iglesia, al que los conoce al derecho y al revés. Es el aplauso unánime del pueblo a los restos mortales del “Santo Súbito” expuestos en la Plaza de San Pedro. Es el aplauso del pueblo, ayer, en la misma plaza, a su auténtico sucesor.
Asume el mando de la nave de Pedro quien mejor aprecia los desafíos y las turbulencias de esta hora. Como timonel nos recuerda a Teddy Roosevelt, el presidente norteamericano que decía: “Habla suave con un gran garrote”. Habla suavemente con un garrote en la mano. Se ve que Ratzinger es un hombre gentil. La bonhomía que admiramos ayer no se improvisa ni se fabrica a última hora. El garrote es la doctrina.
Ratzinger es el cerebro de la doctrina. El Papa Wojtyla lo puso al frente de la aduana -la Congregación de la Doctrina de la Fe- para que revisara la mercancía y frenara el contrabando. En esta gestión fundamental de custodia de los valores ha sido el otro yo de Juan Pablo II. Su único albacea y heredero universal, como lo han confirmado los colegas del Sacro Colegio en un testimonio globalizador de unidad.
Mundo diverso, plural, confundido, en el que la doctrina no se ha alejado de nosotros: somos nosotros los que queremos alejarnos de la doctrina y nos metemos así en los males que padecemos o, peor, que disfrutamos con la inconciencia de un suicida moral. La elección de Ratzinger, él precisamente, es un faro para orientarnos, sobre todo a los jóvenes, en este océano de cambios y dudas en que navegamos con olas que rompen en todas direcciones. Cuando no sabemos para dónde tirar, vemos que, entre tanto cambio hay algo, hay alguien que, a pesar de todo, sigue siendo igual. Algo, alguien que, estemos donde estemos, cuando volvamos la mirada lo vamos a ver en el mismo lugar.
Benedicto XVI nos recuerda también a San Benito, el fundador de la orden de los benedictinos. Como hoy lo es Ratzinger, San Benito fue un jurisperito, un apóstol de la doctrina, el creador en el siglo VI de reglas y normas monásticas tan acertadas, que, según los entendidos, seguirán siendo buenas “hasta el fin de los tiempos” (Omar Englebbert. “La flor de los santos”). Pío XII lo llamó “patrón de Europa”. Esa Europa extraviada hoy en el bajomundo moral que se extiende en los afueras de los diez mandamientos.
El octavo Papa alemán ha sido elegido el 19 de abril, día dedicado por la Iglesia a santos alemanes. Es el día de Santa Ema, hija de rey sajón, esposa de conde, viuda consagrada a socorrer a los pobres, benefactora de la Iglesia en el siglo XI. Día de San Werter, húerfano de 14 años martirizado en 1287 porque no pudieron, los enemigos de su fe, extraer de su cuerpo la hostia que en la misa acababa de recibir. Día también, el 19 de abril, dedicado a honrar la memoria de uno de los grandes defensores de la fe en los 2.000 años de la Iglesia: el Papa alemán San León IX.
Coincidencias notables. Feliz augurio para un pontificado que se inicia con el recordatorio suave y amable, sonriente y sereno, paternal, pero firme -“talk soft with a big stick- de que, en la obra de construir el futuro, el pasado no es un elefante blanco que tengamos que demoler a diestra y siniestra, con palos de ciego o puntería de gatillero, sino cimiento para fundar, peldaño para subir. José Ratzinger viene a recordarnos lo que somos tan propensos a olvidar: en la religión, como en otros campos de la actividad humana, la herramienta
imprescindible del progreso son los principios, las convicciones de Benedicto XVI pone a disposición del mundo exactamente lo que le hace falta.
