(Artículo publicado el 3 de septiembre de 2005)
Por Max GASTÓN
El fallo que pronuncie la Suprema Corte en el caso Medina Abraham puede establecer un precedente revolucionario en la impartición de justicia en México.
La Corte rendirá en breves días -se nos dice que el próximo miércoles- su veredicto sobre un juicio que nunca se debió efectuar porque no cumplió los requisitos mínimos exigidos en un régimen de derecho para que una denuncia llegue a los tribunales.
Para que un suceso como la muerte de Flora Ileana Abraham Mafud llegue a la etapa de juzgar a un presunto responsable, su esposo Armando Medina Millet, en este litigio, el paso previo insalvable es una investigación judicial que esté apegada a la ley.
Aquí sucede precisamente lo contrario. La autoridad encargada de la averiguación previa del fallecimiento de la joven Abraham, que fue la Procuraduría yucateca, cometió irregularidades que se apartaron por completo de los procedimientos legales.
No tomó ninguna medida para proteger las evidencias que habrían de servir a los peritos para sus pruebas. Permitió que las mezclan, unas con otras, sin separarlas en recipientes -bolsas de plástico, por ejemplo-, que garantizarán su valor como reflejo fidedigno de una circunstancia del hecho.
Tampoco se tomó medida alguna para preservar ni la casa ni la habitación donde se registró el disparo, a fin de que nadie tocara, moviera o alterara algo. Lejos de ser acordonado y vigilado, para cerrar el paso a personas ajenas a la investigación, el predio quedó abierto al público. Los representantes de una de las dos partes en pugna -familiares de la muchacha- entraron y salieron, dispusieron y actuaron como quisieron.
Varias evidencias fueron entregadas sin custodia oficial a representantes de una de las partes -la del acusador, Asís Abraham- e inclusive trasladadas por éstos al extranjero, donde fueron sometidas a experimentos sin la presencia de alguna autoridad yucateca.
Dos irregularidades específicas merecen mención individual. Una es la blusa con el agujero de la bala, la que vestía la occisa y es la base de la prueba que mide la distancia del disparo. Fue una de las evidencias llevadas a Nueva York. Cuando regresó a Mérida, el ADN reveló que la sangre que la manchaba no era de la joven Abraham.
Otra es el arma de fuego. La pistola del balazo no tenía huellas dactilares: fue limpiada con esmero con productos químicos. ¿Por quién? Transportada personalmente por Medina Millet, la muchacha, herida mortalmente en el pecho, llegó en agonía a la clínica, pero aún con vida. No es factible que el joven Medina hubiera tenido tiempo, después del disparo, de sentarse a destapar líquidos y darse cuenta de la tarea de limpiar minuciosamente la pistola. Su esposa hubiera llegado muerta al hospital.
La pistola quedó en poder de la autoridad. Quien la limpió lo hizo siguiendo instrucciones de la Procuraduría o aprovechando la falta de protección a las evidencias. Lo hizo, inevitable es presumirlo, para borrar las huellas dactilares que había en el arma. Huellas que habrían cambiado el curso de la averiguación y el juicio.
La Suprema Corte se encuentra ante un conjunto de esfuerzos premeditados de una autoridad para privar de protección a unas evidencias con el propósito de facilitar su manipulación a favor de una de las partes en conflicto.
Las conclusiones construidas sobre estas bases son una farsa que no resiste el menor análisis jurídico ni el examen más sencillo que le haga la razón.
No hay que ser docto en la materia: basta tener un poco de sentido común para entender que el comportamiento de la Procuraduría yucateca es inconcebible en una sociedad que se precie de civilizada.
No es exacto calificar de insólito este caso: este calificativo se refiere a lo poco frecuente. Es mejor acudir al adjetivo inaudito, que se aplica a lo nunca oído, porque asombra y escandaliza que haya llegado hasta la Corte una investigación judicial que se ha caracterizado por despojar a las evidencias de cualquier valor que haya podido haber tenido como pruebas auténticas de la realidad. Una investigación que ha servido para fabricar después, con esas mismas evidencias inválidas, un expediente viciado por irregularidades tan notorias e importantes, que una sola hubiera bastado a un juez honorable para ordenar la suspensión definitiva del juicio.
Llegó sin embargo a la cúpula judicial del país porque la jueza responsable, Leticia Cobá, antes que como juez, intervino en el proceso como si fuera representante de los intereses de una de las partes, y desamparó a la otra desobedeciendo el mandato constitucional que la obligaba no sólo a aceptar los testigos y las pruebas que un acusado presenta sino a auxiliarlo en el ejercicio de este derecho que ella, la jueza, impidió o estorbó con asiduidad.
¿Qué hará la Corte con este esperanto judicial? ¿Aceptará la procedencia de este juicio con un fallo que en nombre de la ley otorgue validez nacional a las irregularidades inconcebibles, inauditas, cometidas por las autoridades en la investigación de la muerte de Flora Ileana Abraham? ¿Veremos el estallido de una revolución judicial que en México otorgue a los acusados el derecho a solicitar la entrega sin condiciones de las evidencias que los acusen, para que sus peritos las manipulen a su conveniencia? ¿Una revolución que haga optativas o convertir en letra muerta las normas que hoy prescriben las leyes para procurar en la investigación de las denuncias el procedimiento imparcial que busca la verdad para poder hacer justicia? Pero, después de todo, nos felicitamos porque la Corte haya afectado este asunto de dimensión nacional. Tenemos todo el derecho a saber sin más rodeos, para que normemos nuestro criterio y dispongamos nuestra conducta, si están a la disposición de magistrados, jueces, abogados, investigadores, peritos, denunciantes y denunciados, las barbaridades judiciales del caso Medina Abraham, y en el caso de que así sea, qué argumentos legales pueden esgrimir para practicarlas ellos también en su provecho o en el de sus clientes.- Mérida, Yucatán, 2 de septiembre de 2005
