(Artículo publicado el 13 de diciembre de 2009)
Entonces diciembre era distinto. Un mes escalonado de tradiciones que se degustaban sin prisa, como se bebe el vino añejo, sorbo a sorbo, con el compás de espera que favorece el deleite de paladear la solera.
Cuando decimos entonces pensamos en la copla de Jorge Manrique: cualquier tiempo pasado fue mejor. No es del todo cierto, pero es conveniente recordarlo. Entonces diciembre era un mes que se vivía despacio. Un tren que se detenía un buen rato en sus estaciones, habitadas cada una por un significado religioso particular y entrañable.
¿Navidad? Imposible mencionarla antes de la fiesta de la Inmaculada Concepción, que era de obligación. Durante la novena, hasta el día ocho, cortinas de encaje blanco, anudadas con lazos azules, adornaban las ventanas de las casas. La ciudad era un escaparate de la devoción mariana.
¿Navidad? Ni pensarla si todavía nos quedan los cuatro días del festejo a Nuestra Señora de Guadalupe, a solas la sociedad con la tilma de Juan Diego y las rosas del Tepeyac.
Después de la rosas empezaba a transitar por las calles, nacido de puestos en las esquinas, el aroma de las manzanas y las peras de agua, envueltas en papel verde de seda, y las uvas arracimadas en cajas de madera. Frutas que entonces, sin economía globalizada, sin libre comercio, no llegaban a Yucatán en los otros once meses.
Entonces sí, pausa por pausa, soplo a soplo, se comenzaba a respirar el ambiente de la Navidad. Las nueve posadas en las casas del vecindario, con la chiquillería y la juventud del rumbo. Con la rienda suelta a los villancicos guardados en la garganta desde fines de noviembre. Después del anananitanana nanitaea, mi Jesús tiene sueño, bendito sea, después: los tamalitos, el manjar blanco, las rosquitas de canela y las empanaditas de sidra.
Posadas y pastorelas con bailes de pastorcillos, con nacimientos sin niño todavía. ¡Los nacimientos! El pesebre infalible, en el sitio de honor de la sala o el rincón amable de la terraza que da al jardín. Y la niña que se llevó una vaca.
¿Arbol de navidad? No es costumbre nuestra. Los arbolitos, sus esferas y sus foquitos son intromisiones extranjeras que vemos en las películas gringas. Para nosotros, pesebre, villancico y ni una palabra más.
Diciembre, mes de nueces, pacanas y avellanas, con cartas de niños pidiendo el regalo al Niño Jesús. Del tío que se sube al automóvil de alquiler, con la botella de coñac, a visitar a los amigos. Abrazo, copa y sigue su recorrido.
Entonces había más frío. Mes de suéter azul pavo —póntelo niño, aunque te pique— y choclos con chapines —no te los quites que el catarro entra por los pies—.
Nochebuena: espera ansiosa de la misa del gallo, en punto de la medianoche. Sin tomar ni agua, para poder comulgar, según las reglas de entonces. Después del ayuno, la cena en casa y la ciudad desierta, porque la Navidad es huésped de la familia, no turista callejera.
En la peregrinación reverente hacia la noche del 24 los sentimientos se vivían a fuego lento, llama por llama. Por eso la Nochebuena era un incendio de emociones.
Eso era entonces. Ahora, a fines de agosto, apenas regresamos de la temporada veraniega, la Navidad nos está esperando en las tiendas. Adornos y ofertas navideñas compiten con banderitas tricolores en las fiestas patrias. Con las flores, los panes y los mucbilpollos de los días de difuntos. Con las calabazas y los tuchos que nos trae el “jalouín”, importado para reemplazar el día de todos los santos.
Antes que el clima refresque, cuando el calor todavía destapa a las mujeres en la vía pública —el calor y otros motivos u objetivos—, ya nos rodearon y asediaron el hombrecito de nieve —“Sandy the snowman”—, la sarta parpadeante de lucecitas y las canciones en inglés. “Jingle bells” ha remitido a la bodega el “Venid pastorcitos, venid a adorar…”.
Como los de allá tienen muchas religiones, y hay que ser imparciales, pues no se habla de religión en Navidad. Y nosotros nos dejamos, así nomás, avasallados por el empeño foráneo en descristianizar la cuna de la cristiandad. En la radio, la televisión, el cine, la publicidad, “¡prohibido hablar de Jesús!”. El Niño Dios es el gran ausente de los jolgorios y la propaganda decembrinos, dominados, acaparados, saturados por el nuevo superhéroe del gorro y la barba, la barriga y el jojojó. Niño, si te portas mal no te traerá nada Santa Clos.
Santa Clos, el monarca sustituto, el bonachón omnipotente, el semidiós del trineo y los renos que están transportando al pesebre y los pastorcillos al traspatio de la Navidad. Diciembre ha caído en poder de los símbolos que exporta yanquilandia en su comercialización a la Wall Street del Merry Christmas, en su explotación a todo color de los sueños y las fantasías infantiles.
Manoseada y sobada, desencajada, paganizada, la Navidad, prematuramente encanecida, va dejando regadas por el camino las emociones que antes iba a buscar. Ahora va en busca del milagro de entonces. Un milagro que, a pesar de todos los pesares, a última hora recoge las tradiciones abandonadas, las emociones desgastadas, los sentimientos descontinuados, y los restaura, y los pone a crepitar en la lumbre de las hogueras vueltas a encender en el corazón. El milagro antiguo de Belén, hoy más milagroso y novedoso que nunca. El milagro de hacer que lo viejo sea nuevo otra vez. Otra bendita vez. — Mérida, Yucatán, 12 de diciembre de 2009.
