(Artículo publicado el 23 de diciembre de 2009)
Conforme asoman los detalles crece en nosotros la sorpresa por la visita navideña de Enrique Peña Nieto y su novia al Papa Benedicto XVI en el aula magna Pablo VI del Palacio Apostólico de la Ciudad del Vaticano.
Es a nuestro juicio un atrevimiento inusitado presentarle al Pontífice a la compañera de un idilio de telenovela que ha sido y es piedra de escándalo debido no sólo a los relieves románticos que lo rodean, por decirlo de alguna manera: también porque Su Santidad ha impartido su bendición al anuncio, en presencia suya, de un matrimonio que, según la polémica que ha despertado, es posible o probable que no quepa dentro de la Iglesia Católica si su doctrina no se acomoda a las circunstancias mexicanas del culto al poder.
Podemos hablar de una falta de respeto a la persona de Benedicto XVI y censurar un intento de lucro personal con la investidura pontificia: motivos sobran para hacerlo. Pero no es ésta la razón de nuestra sorpresa. La verdad es que ya nada que venga del PRI nos puede sorprender. Los yucatecos estamos curados de espanto en este sentido.
Nos sorprende algo que hasta hoy nos parecía impensable por no decir inverosímil: la asociación, o conspiración, de altos representantes de la Iglesia para poner a la Santa Sede en el entredicho non sancto de ser puesta al servicio del más mencionado y controvertido precandidato a la presidencia de la república mexicana en un momento que se distingue por inoportuno.
O muy oportuno para el PRI: estamos en vísperas de un año en el que habrá elecciones en trece estados del país, incluyendo Yucatán. Trece elecciones que, como la yucateca, pueden ser la pista de lanzamiento para la canonización y afianzamiento de las ambiciones del gobernador mexiquense, caudillo sin rival del grupo político más poderoso dentro del priísmo.
Trece elecciones en las que estarán en juego 10 gubernaturas, 451 diputaciones locales y 1,481 alcaldías.
En una nación como la nuestra, donde los católicos padecen en grandes números de una ignorancia religiosa palpable, ignorancia que los hace víctimas propicias de tantas confusiones que los asedian y acechan, la bendición apostólica a una pareja de enamorados se puede entender como una bendición al candidato y a su partido, que es quizá, en el fondo, lo que se ha buscado también en la maniobra navideña armada en el aula Pablo VI.
El paso siguiente bien podría ser la toma de posesión en la Basílica del Tepeyac y el lanzamiento de la campaña bajo el manto de la Virgen de Guadalupe, al estilo de don Miguel Hidalgo en el comienzo de su gesta independentista de 1810. ¡El gran festejo del bicentenario! ¡Ampárenos Cristo!
Que nos ampare el Redentor porque en esta maniobra están remojados hasta los codos, según noticia publicada en este periódico, los nueve obispos de las diócesis comprendidas en territorio del Estado de México. Parece que los nueve formaron parte del séquito que siguió al gobernador en su caravana al Vaticano.
Un séquito que fue encabezado, de acuerdo con la noticia aludida, por Carlos Aguiar Retes, presidente de la Conferencia Episcopal Mexicana, y por Onésimo Cepeda, amigo particular de don Enrique y activista del Club de Roma, “trust” de obispos mexicanos tan obsequiosos con los gobernantes en turno como proclives a solidarizarse con las causas del PRI.
Sería un milagro de democracia que los rebaños del Estado de México no crean que se irán de cabeza al infierno si no votan por el candidato mimado por sus nueve pastores y ungido con la bendición papal.
Pensándolo mejor, tampoco nos sorprende que prelados del Club de Roma y sus adeptos urdan en la sombra o a pleno sol los modos y formas de favorecer a los políticos de sus simpatías, como tampoco nos sorprenden las versiones de que ya están “futureando” en comidas y reuniones clandestinas con precandidatos de la “nueva mayoría”. Cría fama y échate a dormir.
Lo que no es tragable y si se traga no es digestible es que la diplomacia vaticana se haya dejado embaucar por el gobernador y sus dignatarios eclesiásticos. Una diplomacia de fama mundial por su prudencia, sagacidad y finura. De acuerdo, de nuevo, con la noticia que tenemos, nadie menos que el nuncio apostólico Christophe Pierre fue quien invitó a Peña Nieto a la navidad mexicana en el Vaticano. El nuncio que debió ser el primero en advertir a sus superiores las derivaciones y complicaciones morales y políticas de la alfombra roja al gobernador. El nuncio que acaba de predicar admirada homilía sobre la personalidad verdadera de un obispo en la consagración episcopal de monseñor Patrón Wong.
Todavía peor: el jefe mismo de la diplomacia, el secretario de Estado cardenal Bertone, huésped ya varias veces de México, cae en la trampa de concederle una audiencia a don Enrique, confiriéndole una jerarquía que no tiene, después de la bendición apostólica a los novios. Al paso que vamos habrá que invitar a Juanito y López Obrador al aula Pablo VI para restaurar el barniz de imparcialidad.
A la vista de estos criterios y políticas que orillan a la Santa Sede y al sucesor de Pedro a desempeñar involuntariamente el papel de tontos útiles de la dictablanda mexicana, instalados en estas sorpresas que no acertamos a entender y conciliar con la doctrina católica, comprendemos por qué es creciente el número de fieles confundidos que se van al otro lado de la acera a engrosar las filas de religiones distintas, en busca de la autenticidad que no encuentran en representantes y voceros de la fe que recibieron en la cuna.— Mérida, Yucatán, 23 de diciembre de 2009.
