(Primera Columna publicada el 2 de septiembre de 2010)
—Sólo en Yucatán sucede algo así —comenta don Vittorio Zerbbera en el parque de San Juan—. Nada parecido he visto en el mundo.
—Yucatán es el país que no se parece a otro. Lo diagnosticó el tribuno José Castillo Torres hace 80 años —recuerda César Pompeyo en la banca predilecta—. ¿Qué has visto en Yucatán, Vittorio, que tanto te ha llamado la atención?.
—Según madame Ivonne —responde el mafiólogo italiano—, su gobierno contrató a Gabiera López Gómez para coordinar el desfile de prendas femeninas “Mi Stilo es Yucatán”, pero no suscribió ningún contrato, y como no hay contratante, y tampoco contratado, no existe contratación alguna y madame Ortega no está obligada a informar de ningún contrato no contratado. Admirable.
—Yo más bien diría que es una vacilada, una burla, una ocurrencia —contrapone Pompeyo —. Lo que los franceses llaman “boutade”. ¿Qué tiene de admirable?
—Lo admirable es que ustedes lo aguanten tan campantes.
—Los yucatecos somos los campeones del aguante. Lo dijo don Abel Menéndez Romero hace 50 años a propósito de la pasmosa docilidad con la que soportamos las picardías, la cara dura y la verborrea de los gobernantes. Don Abel, el segundo director del “Diario”.
—De la palabrería se dan cuenta enseguida hasta los visitantes. No me gusta meterme en lo que no me importa, sobre todo si somos de fuera —deletrea en voz baja don Vittorio—, pero como ustedes son gobernados por extranjeros…
—Forasteros, fuereños, no extranjeros, Vittorio. Son primos hermanos de Chiapas y Oaxaca, del reino narcocrucificado de Monterrey.
—Para mí, el que no es siciliano es extranjero. Pues te iba a decir que desde que se metió con el tren bala yo pensé que la señora, cuando se decide a hablar, suele hacerlo sin ton ni son. Eso es un riesgo creciente. Nietzsche sugirió (“Así hablaba Zaratustra”) que los pueblos quieren dos cosas: el peligro y las mujeres; por eso ama a las mujeres, que es el más peligroso de todos los juegos.
—Nosotros, doctor, hemos oído conclusiones. Yo no me atrevería a suponer, con Schopenhauer, que la señora es larga de lengua, pero corta de ideas. Lo pienso nada más. A veces. Pero a más de cuatro les parece que cuando habla dice lo contrario de lo que le piden, o, en su defecto, no tiene la menor idea de lo que dice. De repente se siente San Agustín y nos confiesa su afición a los siete pecados capitales (Diario de Yucatán, uno de septiembre). Pecar en vez de gobernar es la filosofía de este malogrado quinquenio. Pero —te subrayo el “pero”—, por aisladas o extendidas que sean, se trata nada más de opiniones, Vittorio, opiniones que yo me abstengo de compartir.
—¿Ve usted algún remedio al final del túnel?
—Dentro o fuera del túnel los que no tenemos remedio somos los yucatecos. Mientras más nos mienten, más los creemos. Los yucatecos somos omnívoros. Con alguna que otra valiente excepción, nos tragamos y digerimos todo. Los que deben hablar, se callan. Si alguien rompe el silencio es para sumarse al coro de los zalameros consuetudinarios. A la señora la paseamos a hombros mientras nos corta la oreja. Es un símil taurino. La lamisconería es ya una manera de vivir, una profesión que nunca está saturada. Nos sobran abogados, médicos, notarios, comerciantes, industriales, ingenieros, pero nunca faltan lamiscones. Crecen, se reproducen y no se mueren: ahí se quedan, se amontonan, como la basura que no recoge Servilimpia.
—Si ya me permitiste un simil taurino, tolérame uno latino. En el circo que estamos viviendo, la plebe y la crema, el vulgo y la nata, dirigidos por los lamiscones, gritan en los informes y las demás patrañas: “¡Ave, Ivonne, los que vas a moler te saludan. Los que vas a engañar te aclaman. Los que vas a endeudar te endiosan”. Por eso lees que estamos en último lugar en esto, penúltimo en eso y ni siquiera contamos en aquello.
—¿Vais a estar siempre de moco caído, César? Los sectores activos, las fuerzas vivas, los rectores de la sociedad, los doctos y los prohombres ¿no van a volver por sus fueros? ¿No se van a poner de pie?
Una lágrima rodó por una mejilla de Pompeyo. Después otra.— Mérida, Yucatán
