Página editorial de Diario de Yucatán

Participamos en política porque vivimos en sociedad, condición que nos obliga a cumplir lo que nos corresponde y hacer cumplir a otros, todo en el marco de un entramado de leyes.

Participamos en política porque, hasta ahora, no hemos encontrado una mejor forma de la que tenemos para convivir en sociedad. Es la que construimos, la que conocemos y es la mejor de todas las sabidas hasta ahora.

Participar en política es defender y enriquecer la forma de convivencia que tenemos, antes que dejarla en manos de aquellos que pretenden destruirla en su favor.

Participamos en política, en resumen, porque amamos la democracia.

Paradójicamente, la participación en política por amor a la democracia se convierte cada vez más, y en forma acelerada, en una condición más propia de los ciudadanos —afortunadamente— que de los políticos. Unos la aman, otros la usan.

Amamos la democracia no porque odiemos la antidemocracia… sino porque le tememos.

No somos demócratas por voluntad en primera instancia. Antes que eso lo somos por necesidad. Necesitamos seguir viviendo en una sociedad regida por los valores de la democracia, en donde cada quien asuma el papel que le corresponde en el contrato social. Un contrato en el que los papeles son para vivir en armonía. En donde cada uno viva sometido a las leyes y a la justicia.

Por eso es tan importante el respeto a la legalidad. De lo contrario, o bien cada uno haría lo que es su conveniencia sin importar el daño que produzca a los demás, o bien el poderoso considerará justo sólo aquello que le beneficia o le conviene.

Cuando el ocupante de la más alta responsabilidad del país dice “no me vengan con que la ley es la ley”, los focos de alerta de la sociedad se encienden, debido a tal desparpajo frente a la legalidad, que es la columna vertebral de todo orden social.

Y de ahí se deriva el concepto de justicia, tema harto profundo y pantanoso en el que no ahondaremos. Únicamente señalaremos que no se trata de hacer bien a los amigos y mal a los enemigos. O hacer bien para mí y lo que yo pienso que es correcto y conveniente, y hacer mal a los que no coinciden con mis pensamientos.

Pongamos el ejemplo de Donald Trump. El expresidente ha calificado de injusto el proceso que se lleva en su contra en la corte de Nueva York, al que tacha de intento de dinamitar su campaña electoral. Desde la óptica de este personaje poderoso, eso es una injusticia. Pero nunca ha señalado que sea una injusticia contra mujeres aquello de lo que se le acusa haber cometido.

De ahí que las leyes están para impedir que desde el poder se aplique la justicia en forma arbitraria y subjetiva, según intereses del poderoso. Así es como actúan los dictadores. Las leyes están hechas para satisfacerlos, y justicia es lo que ellos consideran justo, aunque para los demás no lo sea.

Esta semana hemos visto con crudeza la idea de que lo correcto, lo justo, es lo que yo pienso. Todo lo que vaya en contra es, en el mejor de los casos, incorrecto o injusto; en casos más extremos, digno de ser desplazado y, en su fase superior, aplastado, aniquilado.

Una playera con una leyenda nada armoniosa para la vida en sociedad fue tema de controversia esta semana. Por un lado, debido al mensaje que la acompaña; por otro, por la imagen que exhibe, de una figura que hace apología de la muerte.

Controversia hubo en los círculos políticos por la frase: “Un verdadero hombre nunca habla mal de AMLO”. Se trata de un mensaje de exclusión y misoginia. Es un planteamiento absoluto: no hablar mal de un personaje, quien sea, punto. Puede ser una hormiga. Si hablas mal de una hormiga perderás tu género. Esto, además de exclusión, conlleva fanatismo y alienación: no pensar para no criticar. Y, por supuesto, un patético culto a la personalidad.

Y de ahí llegamos al punto tanto o más polémico que el mensaje absoluto y enajenante: el carácter misógino de la frase.

Hablar mal de AMLO, según este mensaje, implica perder la condición de hombre y, como géneros sólo hay dos, perder la calidad de hombre es ganar la de mujer. Ergo, ser mujer, según los creadores de la leyenda en la playera, es un castigo.

La leyenda viene acompañada de una efigie vinculada con la muerte, que el Episcopado ha calificado certeramente como “culto distorsionado”.

Una “glorificación de la violencia” en momentos en que han sido asesinados, únicamente en este año, al menos 15 candidatos o aspirantes a puestos de elección popular en el país.

No pasaría de una broma de mal gusto y una anécdota macabra, de no ser porque la imagen de la playera en cuestión fue divulgada en redes por el partido de AMLO. Y, más aún, cuando se esperaba una condena o por lo menos un deslinde de éste en la mañanera, se limitó a justificar el mensaje aludiendo a la libertad de expresión.

Participamos en política para impedir que estos desatinos se hagan norma.

Participamos en política para vivir en una sociedad de ciudadanos iguales ante la ley, sin cultos nocivos a la personalidad.

Aquel que no participa en política está condenado a que otros decidan por él. No siempre con las mejores intenciones.— Mérida, Yucatán.

olegario.moguel@megamedia.com.mx

@olegariomoguel

Director de Medios Tradicionales de Grupo Megamedia

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