(Primera Columna publicada el 18 de mayo de 2004)

Conquistada en las elecciones del 28 de mayo de 2001, después de un siglo de búsqueda intensa, nuestra democracia, la yucateca, ha pasado con honores su primera prueba anteayer con un domingo que prende en la imagen cívica del Estado una medalla de resplandor nacional.

El PRI ha disfrutado con plenitud, como oposición, de las garantías que la carta magna concede a los partidos políticos: las mismas garantías que el mismo PRI les negoció a sus adversarios, o hizo lo posible por negarles, durante los 70 años que funcionó como partido en el poder.

El PRI no ha tenido que reclamar sus derechos, ni mucho menos que luchar por ejercerlos: la expresión de su doctrina, la difusión de su propaganda y las facilidades a sus candidatos para realizar sus actividades se inscriben en un plano de igualdad: todos los partidos desarrollaron sus campañas sin más límites a su propia iniciativa que los normales que les marcaron la ley y los recursos económicos que les correspondían.

El ciudadano nunca había tenido, en la medida en que los tuvieron anteayer, los alicientes que se asocian para convertir en certidumbre la esperanza en la efectividad del sufragio: información suficiente y oportuna en un marco de orden público y seguridad personal.

Se va asentando en la conciencia la noción de que las urnas embarazadas, la exploración en busca de casillas con direcciones incorrectas o inexistentes, las brigadas motrices de electores Múltiples, el acoso de los cuerpos de choque, el hostigamiento a los representantes de la oposición o su expulsión, el apagón a la hora del recuento, las vigilias en heroica defensa del ánfora amenazada y la desconfianza en funcionarios adiestrados para el fraude se están de vista en un pasado irrepetible.

Va creciendo la impresión de que la democracia ha dejado o está dejando de ser un objetivo electoral oneroso y desgastante para convertirse en la base indiscutible, intocable, de una consulta sensata y fértil en compromisos con el bien común.

Es la impresión que deja el pueblo yucateco con una asistencia a las urnas que rodea el 66 por ciento de porcentaje, notable en cualquier escenario electoral. Es una impresión que se alza como ejemplo de civismo en este panorama nacional de enfrentamientos, desconciertos y descréditos que nos ha tocado lamentar en 2004.

Las discrepancias que asomen sobre los resultados del domingo son inevitables, dada la juventud de nuestra cultura democrática, pero han de ser las manchas aisladas que acentúan la blancura de una sábana recién lavada. Los dirigentes locales del PRI alegan ya que “una elección de Estado”, fraguada por el gobierno, es la razón de una voltereta que hunde al partido en su mayor descalabro en Yucatán y rehace, si se confirma, el mapa político estatal.

Esperamos que en las batallas jurídicas que desaten esas discrepancias, la oposición, que hoy es el PRI, reciba, en todas sus quejas, la atención oportuna y el trato equitativo que el propio PRI negaba a los quejosos cuando estaba en el poder.

No vemos motivo para temer un desenlace distinto. La imparcialidad del gobierno de Patricio Patrón Laviada reviste hasta hoy niveles sobresalientes; la policía, otrora instrumento de la represión y el fraude, ha sido esta vez la columna que ha sostenido el clima de seguridades impartidas sin excepciones al ciudadano: un éxito de su jefe Javier Medina Torre; el desempeño profesional de las autoridades electorales, presididas por Ariel Avilés Marín, es dueño ya de merecido reconocimiento; y por encima de los triunfos y las derrotas emergen los auténticos vencedores del domingo 16 de mayo de 2004: los hombres y mujeres que han puesto su buena fe y su buena voluntad, sin condiciones ni ambiciones, al servicio de esta democracia que estamos guardando en la caja fuerte del patrimonio político de Yucatán.

Noticias de Mérida, Yucatán, México y el Mundo, además de análisis y artículos editoriales, publicados en la edición impresa de Diario de Yucatán