(Primera Columna publicada el 11 de febrero de 2007)
Suponemos que el lector conoce nuestras noticias sobre los vídeos de Umán o sabe algo de estas películas protagonizadas por colegialas y otras jovencitas. Se desnudan y participan en una variedad de actos sexuales. Solas o con varones. Verlos en un devedé cuesta entre 20 y 40 pesos. Son los precios de venta.
Cumplen los principales requisitos de la pornografía estas imágenes que han conducido a la información de que están relacionadas con orgías frecuentes en domicilios distintos. Estamos ante un programa de depravación que Fabio Martínez Castilla, cura párroco de aquella población, se enfoca con este diagnóstico: “…la cercanía de Mérida ocasiona que Umán se convierta en un basurero de antivalores”.
¿Hasta qué grado somos los meridanos distribuidores de antivalores? Pondremos en estas líneas un ejemplo sobre la magnitud de la perversión que se difunde desde la capital del Estado.
Sucedió en la semana que termina. Numeroso grupo de jóvenes de uno y otro sexo participa en la celebración vespertina y nocturna de un acontecimiento, en una sala de fiestas que cierra a las cuatro ó cinco de la mañana, y la jácara se traslada luego a un local social, contratado de antemano para prolongar el festejo hasta las once de la mañana. La intención es que el suceso descienda casi de inmediato a la categoría de juerga.
Abramos una paréntesis para decir que está de moda en la sociedad el “after”. Es una palabra inglesa que significa “después”. Es ya extendida costumbre que a las horas habituales de los cierres, cuando está terminando la madrugada, la joven clientela de bailes, bares, cantinas, discotecas, clubes y antros diversos se traslade “después” a casas particulares a seguir el jolgorio.
Cerremos el paréntesis y regresamos al “after” de aquellos jóvenes que continuaron su pachanga hasta el mediodía en un local que no sólo alquila sala de fiestas sino que tiene instalaciones que señoras, señores, jóvenes y niños utilizan para diversas actividades sociales y deportivas que suelen comenzar como a las seis de la mañana.
Resumiremos ahora los relatos del personal de limpieza y la concurrencia de socios que llegaron temprano a dedicarse a sus ejercicios y otras prácticas matutinas:
1) Escenas inmorales en los baños. En el de mujeres, un joven hizo a un lado a la afanadora que pretendía impedirle el paso y se encerró en un cubículo, con una chica que había llegado antes, y empezó a practicar acrobacias sexuales con ella.
Como se negaban a salir, cuando fueron descubiertos por otras personas, hubo que romper a golpes la puerta. “Macho, déjame terminar”, pidió el muchacho al gerente.
Poco más tarde, cuando la acróbata detallaba su “hazaña” a sus compañeras, una de éstas le advirtió: “Pero si apenas lo conoces. ¿Y si tiene sida o te embaraza?”. Nos resistimos a publicar la respuesta, que hasta hace poco hubiéramos calificado de increíble.
2) A plena luz del día, a la vista de señoras que llegaban, parejas de fiesteros sostenían relaciones sexuales sobre los capirotes de los automóviles.
3) Las “niñas”, como hoy se les dice, fumaban mariguana. “¿Qué va a decir tu mamá si se entera?”, una afanadora le dijo, en el baño, al sentir el olor, a una devota de la mota.
4) Los muchachos les faltaban al respeto con majaderías y obscenidades a las damas que tuvieron cerca.
5) Una exhibición de borracheras y consumo de drogas.
6) Quienes entraron a limpiar el salón, terminada la orgía, encontraron el piso regado de defecaciones, orines y vómitos. Un testigo comentó: “Parecía un lugar de animales”.
No eran animales. Eran estudiantes. Muchas de familias conocidas. Ricas. Lo que llamamos “gente bien”. Celebraban una graduación en una escuela católica.
No eran animales: nada más se comportaron como cuentos. Si han tenido educación cristiana, no la han asimilado. O en vez de educación sólo han recibido instrucción en letras y ciencias. Parece claro que han perdido —o no se las enseñaron— las nociones elementales sobre la ley natural, el pudor, la autoestima, el respeto a sus padres, la preocupación por el qué dirán. La ausencia de estos y otros valores que nos empiezan —o empezaban— a inculcar en la casa, el catecismo, el aula y la misa, puede llevar a la juventud a palabras mayores, a excesos de perversión que degeneren tarde o temprano en desastres o tragedias.
En otros tiempos se decía a los alumnos: “Ustedes representan también a su escuela en su comportamiento fuera del edificio escolar”. Esto se llama rendir testimonio de algo. A nuestros directores y maestros de centros docentes, padres de familia, párrocos y dirigentes de agrupaciones, apostolados y jerarquías religiosas, jefes de las fuerzas activas y otros rectores de la vida pública y privada, ¿cuánto nos interesan los testimonios rendidos por “niños bien” en una graduación convertida en uno de los basureros que están contaminando, según el Padre Fabio, a la gente joven del interior del Estado?
Entre estas generaciones que, con una impunidad estimulante, producen fumadores de mota, drogadictos, majaderos y protagonistas de deyecciones, orines y vómitos colectivos serán nuestros próximos padres de familia, nuestra siguiente edición de capitanes de la sociedad y quizás, o probablemente, algunos o muchos de los candidatos a gobernador, alcalde, diputado…
¿Qué importancia y urgencia asignamos a estos sumideros morales? ¿Estamos empezando a levantar las tapas y comenzando a sentir el hedor? A de esta “graduación”, una dama dijo en una charla que la comentaba: “Vivimos en una sociedad que olvida todo. Que olvida pronto. Dentro de un año ya nadie se acordará de este escándalo”.
El momento se presta a meditar en algunas de las palabras que nos dirigimos a Giuseppe Bertello al despedirse el jueves 8 de febrero como nuncio apostólico en México: “La Iglesia Católica es la levadura que impulsa el desarrollo social y de los valores del espíritu cristiano para la creación de una sociedad justa y en bienestar… con respeto a los derechos y cumplimiento de obligaciones”.
En la siembra de levadura, en vez de distribución de sumideros, la Iglesia tiene, claro está, un papel preponderante, pero no único. Tienen que bajar al ruedo, a lidiar con esta realidad, tantos espectadores que de lejos, tal vez, se rasgan las vestiduras pero se quedan atornillados a sus asientos en las graderías de una pasividad egoísta que raya en una indiferencia que va camino de la irresponsabilidad.
