(Primera Columna publicada el 3 de diciembre de 2007)
Domingo. Antes de que empezaran a repicar las campanas de Catedral, llamando a la última misa de la tarde, don Vittorio Zerbbera repitió la pregunta, en busca de la respuesta que se perdió entre los remates de la misa sabatina de privilegio.
¿Cuál de los Emilios no recomendaba llorar? El presente, el pretendiente o el ausente.
—Ninguno —respondió el reportero—. Fue Emilio Zolá, impetuoso periodista francés, novelista también, autor de “Yo acuso”, célebre columna que obligó a la liberación del capitán Dreyfus: aquel calumniado prisionero sentenciado a condena perpetua en la Isla del Diablo. Zolá recomendaba actuar, dar la cara antes de llorar.
—Aquí también hay columnas y calumnias —entró César Pompeyo—. Y diablos abundan, sin que estén aislados. Prisioneros hay uno. Cadenas perpetuas no existen, todavía. Pero esa recomendación de don Emilio no se ha arraigado entre nosotros. No nos gusta dar la cara. Somos, somos, estoy buscando la palabra, somos tímidos. Eso sí: lloramos a mares…
Un regimiento de turistas con banderitas se acercó a la banca de costumbre. Banderitas de la Gran Bretaña. Boinas negras, ladeadas. Botas altas. Uniformes estropeados. El guía se dirigió al reportero:
—Querido amigo, acabamos de llegar en avión desde Basora. Nos trasladaron a Cheiblikal. Nos dijeron que buscáramos el autobús en la plaza principal. ¿Está bien o estamos muy equivocados?
—Por su manera de hablar, don César, creo que son ingleses. Dicen que acaban de llegar de una ciudad de Irak. Que fueron transferidos a Chablekal. Quieren saber dónde pueden tomar el autobús para el frente de batalla.
—Mándalos al ministerio público.
—¿Por qué lloran tanto los yucatecos? —preguntó el señor Zerbbera después de que se fueron los ingleses.
—Porque pase lo que pase, gane quien gane —explicó Pompeyo—, siempre salimos majados.
—En Sicilia tenemos un refrán que no falla. Niño que no llora, no chupa.
—Aquí los que chupan se ríen. De nosotros.
—Tenemos otro refrán en Palermo. Quien bien te quiere te hará llorar.
—Aquí no hay precisiones ni excepciones. No es necesario que nos quieran. Todos nos hacen llorar.
Otro grupo de turistas, con maletas, se acercó a la banca de costumbre. Maletas con etiquetas de Nueva York. El guía se dirigió al reportero:
—Vinimos directamente desde el aeropuerto. Nos dijeron en Nueva York que ustedes son los primeros y los mejores entre los traficantes de coca. ¿Podrías conseguirnos algunos para empezar?
—Están llegando del aeropuerto, don César. Les dijeron en Nueva York que aquí somos los líderes de la cocaína. Quieren que les consigamos un poco para que empiecen. Yo no tengo hoy. ¿Le queda a usted polvo?
—A mí que me registren, reportero imprudente. Mándalos a la Campestre, a dos cuadras de María Inmaculada.
Los narcos no habían terminado de retirarse cuando llegó un pelotón. Pelotón mixto. Agentes de la PGR y de la PGJ. El comandante se dirigió a Pompeyo: “Usted, el que dijo Campestre, manos arriba”, y empezó a registrarlo. De un bolsillo de la guayabera de lino extrajo una bolsita transparente con un polvo blanquecino. “Ajá, ¿de dónde sacó usted esto?”… Pompeyo: “Yo no saqué nada. Usted lo metió”… Empezaron a regresar los neoyorquinos. “Déjame probarlo”, pidió el guía de los narcos. La PGR, como necesitaba un testigo, lo dejó probar. Dos olidas fueron suficientes. “Mala calidad. En Nueva York sólo la policía huele estas cosas”. “Mala calidad —tradujo el reportero— Allá en Nueva York sólo los policías huelen esta porquería”. Al quedarse sin testigos, los judiciales se fueron con los neoyorquinos.
— ¿Cuál es la diferencia entre pejeerres y pejejotas? —preguntó don Vittorio.
—Ninguna —puntualizó Pompeyo—. Fuman lo mismo.
—Cuando fuman —aclaró el reportero.
Ya eran casi las seis. Hora de tomar el camión de la García Ginerés para ir al Parque de las Américas. Invitados por la autoridad incompetente, don Vittorio, don César y el periodista asistieron en la Concha Acústica a una extensión de “Otoño Sepulcral”: un concierto de la banda de guerra de la procuraduría, que interpretó el himno “God save the Queen” (no será fácil), “Réquiem por una mestiza difunta”, de Devuzzi, “La marcha de Chablekal” y otras cacofonías inconclusas.
