La pianista cosecha justos aplausos
El marzo de las primaveras apenas en su inicio y dos luminarias de la música francesa —César Franck y Maurice Ravel— extendieron su follaje alrededor del cuarto concierto de la XXIX temporada de la Orquesta Sinfónica de Yucatán.
El maestro Juan Carlos Lomónaco —creativo oficio— develó anteanoche los encantos de un poema sinfónico, un singular concierto para piano y una sinfonía. En el escenario del Teatro Peón Contreras, la pianista polaca Anna Miernik abrió el surtidor de su innegable talento por las entrañas de una obra tan singular como dificultosa.
Ravel, con sangre vasca en las venas, compuso la Alborada del gracioso (1900) como la cuarta de una serie de cinco piezas para piano (Espejos) en homenaje retratístico a otros tantos amigos alborotadores y “diferentes” de su grupo juvenil “Apaches”.
El descrito en la pieza es el políglota Michel Dimitri Calvocoressi, mezcla de sabio, aficionado a lo exótico y bromista, a quien se dibuja armónicamente como si se reflejase en una cauda de entusiasta alegría, con evocaciones de paisaje español, juego de guitarras y resabios de danzas.
Si la partitura para piano era tan difícil que apenas la tocaba Ricardo Viñes, otro de los amigos íntimos, aquel “pájaro solitario” que fuera excelso virtuoso, la orquestación de 1918 del propio Ravel entraña dificultades que es hermoso vencer, tal como lo demostró el maestro Lomónaco, cuya versión de azogue se le agradeció con repetidos aplausos.
La primera parte del programa continuó con otra obra maestra de Ravel: el Concierto para la mano izquierda que elaborara por encargo del pianista austriaco Paul Wittgenstein, petulante adinerado que había perdido la diestra en lance de guerra en suelo polaco y obtenido piezas similares por parte de Prokofiev, Britten y Richard Strauss.
El concierto, aunque tiene estructura tripartita, se ejecuta sin pausa en un solo movimiento. La orquestación es un prodigio de orfebrería, con un inicio pausado en la voz del contrafagot, raro instrumento, y juegos contrastantes de “crescendos” y “pianissimos” de la masa orquestal hasta que el piano hace su aparición.
Solo un pianista sumamente diestro —y la señorita Miernik sin duda lo es— puede atravesar esa primera cadenza en la que, gracias al pedal, que intensifica los acordes, la mano izquierda conduce, al mismo tiempo, una línea melódica y un sustento rítmico, con la intensidad y la velocidad que producen el efecto sonoro de ambas manos en acción.
Más impetuosa y tequiosa, después de un lapso sereno, es la segunda cadenza, en la que la mano solitaria cubre el teclado de arpegios y no abandona una como misión percusiva, nerviosa, que refleja —según analistas— los horrendos bordes de la primera guerra mundial que también atribulara tanto al propio don Mauricio. El efecto sonoro, de recapitulación y síntesis, de los últimos instantes fue logrado con solvencia por pianista y orquesta, para quienes los aplausos llegaron abundantes, sinceros y justísimos. Como número extra, la solista ofreció —dejaría de ser polaca si no— un atisbo de Federico Chopin.
Finalizó la velada con la única sinfonía del respetado aunque con poca fortuna don César, belga de origen, pero nacionalizado francés al inscribirse en el conservatorio de París. Organista en una iglesia y maestro de armonía, tenía tantos alumnos particulares para equilibrar su presupuesto familiar, que apenas le quedaba tiempo para componer.
Una de sus últimas obras fue un sueño de toda la vida. Elaborar una sinfonía a la manera cíclica, francesa, de utilizar un solo tema que vuelve y vuelve con modulaciones y juegos tonales. Solo que al ponerse manos a la obra se dejó llevar también — blasfemia— por modelos alemanes, como Beethoven y Wagner por no ir más lejos.
El maestro Lomónaco nos regaló una intensa versión de esta obra que no siempre ocupa los repertorios, pues desde los primeros años del siglo XX, y a resultas de las críticas de un orquestador como Ravel y otros expertos, fue injustamente perdiendo un sitial de primacía hasta que fue recuperada por Leonard Bernstein y otros afamados directores.
Sus tres instantes nos llegaron con sus luminosos juegos de simetría reiterativa, sus evocaciones de los últimos cuartetos de cuerda beethovenianos, la traviesa circularidad de sus temas. Nutridos aplausos agradecieron la lectura tan atinada.— Jorge H. Álvarez Rendón
“La pianista polaca Anna Miernik abrió el surtidor de su innegable talento por las entrañas de una obra tan singular como dificultosa”
